Hará cosa de dos años, me encontraba en el Mercado Central, un domingo, con la intención de comprar algo de ropa y algunos regalos para mis viejos. El jugoso choripán goteaba grasa por entre los panes, lo cual me obligaba a adoptar una extraña pose al momento de comerlo, sentado de piernas abiertas y con los brazos y boca alejados lo más posible del torso; cuando noté una música pegadiza que se oía a lo lejos. La melodía había pasado desapercibida hasta el momento, entre el bullicio de gente, autos, ruidos de la cercana autopista y gritos de los vendedores de verdura anunciando ofertas. Creo que era “Will be together again” de Rick Astley, el pegadizo tema de los ochenta, al toque enganchado con otro hit.
Habré estado media hora escuchando, éxito
tras éxito. Eran temas bien bolicheros con mucha onda, demasiada para el lugar.
Terminé mi improvisado almuerzo y di unas vueltas por el paseo de compras. Dos
camisas, unos jeans, algo de verdura y dos collares para mi perrito, al salir
volví a oír la música que continuaba imponiéndose por sobre el ruido. Me llamó
la atención, decidí buscar el origen de los sonidos. Caminé siguiendo la
canción, iba guiado por la hipnótica armonía. Allí a lo lejos finalmente lo vi,
una carpita tipo sombrilla en medio del
estacionamiento, un par de bafles, y un mueblecito con los discos, eso era
todo. Al acercarme pude apreciar con claridad cómo ocurría la encantamiento,
era como ver a un mago explicando sus trucos. Permanecí absorto observándolo
durante varios minutos, pero estaba tan enchufado que ni cuenta se dio de mi
presencia. Era medio petiso, y su prolongada frente brillaba con el sol del
ocaso que se escondía por detrás de la autopista. Una camisa a cuadros azules
no le disimulaba para nada la creciente panza de cuarentón. Los C.D´s emitían
destellos multicolores que se reflejaban en sus gruesos anteojos de aumento. El
tipo tenía una compactera doble y dos bandejas de vinilos, con un montón de
perillas y botones. Con los auriculares puestos, y con la coordinación manual
de un maestro de orquesta sacaba un disco tras otro, cambiaba de tema y sacaba
el anterior de la otra bandeja, enganchaba los temas, seguía los ritmos, la
verdad que era un grosso el hombre. Lo saludé, y mientras se disponía a meter un tema de los Pet Shop Boys, charlamos
un rato.
Tenía
guardados en su cabeza el tempo y los compases de los miles y miles de temas en
su haber, era necesario éste conocimiento para ir decidiendo sobre la marcha cuales
ir enganchando. Aseguró no preparar previamente una lista de canciones sino que
se dejaba llevar por su público. Él decía que para ser buen D.J. hay que sentir
el feedback, la respuesta de los oyentes.
Su
sueño era ser propietario de un boliche, había trabajado en los ochentas en
varias míticas “boîtes” como les decíamos antes, pero la vida lo llevó por
otros caminos. Se casó, tuvo tres pibes y necesitaba algún laburo más estable,
trabajó varios años de remisero, luego de empleado supermercadista, y por
último en un quiosco. Ahora que los niños eran ya mayores podía volver a lo
suyo, a su verdadera profesión. Me daba lástima, el tipo hubiera dado lo que
fuera por volver a la noche, juro que ése tipo me dejó marcado, no sé por qué,
supongo que es el sueño de todos ser D.J., que todos te sigan, que bailen lo
que vos le ponés, ser como un dios… y lo peor debe ser haberlo logrado y luego
perderlo.
-Mirá,
tengo un amigo que está por abrir un boliche para mayores de treinta, todo música
de los ochenta y setenta, y anda buscando gente con experiencia. Hablá con él,
capaz puede conseguirte algo.- Le di el número de Javier, un amigo que se
iniciaba en el rubro.
Pasaron
unos meses y al no tener noticia de ninguno de los dos, me dirigí nuevamente al
Mercado Central a ver si me lo encontraba. Fuimos en auto con mi señora y mi
hijo, pagamos al trapito por un lugar en la escasa sombra del lugar, y estacioné
junto a una cupé Taunus modelo ’84. Estaba como nueva, resplandeciente, roja
con franjas negras a lo largo del capot y el techo. Apenas bajar percibimos dos
cosas, el hedor a queso podrido de los chipás, y un tema de Génesis a todo
volumen. Phil Collins gritaba casi tan fuerte como la paraguaya de las
tortillas. Mi familia se fue a comprar provisiones alimenticias, mientras yo fui
en busca del musicalizador.
El
puesto se encontraba en el mismo lugar, y el mismo vendedor seguía en él. Nunca
supe su nombre, o tal vez me lo dijo y no lo recuerdo, pero lo cierto es que su
fisonomía había cambiado bastante. Anteojos negros, una remera estridentemente amarilla
con el logo de M.P.3 tachado en naranja, una colita de caballo a pesar de la
pelada frontal, collares luminosos y grandes anillos dorados.-Éste tema va para
el vendedor de zapatillas. ¡Vamos arriba!-. Bailaba, agitaba los brazos y
cantaba, estaba como rejuvenecido en ánimo. El puesto también se veía
diferente, si es que todavía se lo podía seguir llamando así. Bolas de espejos,
sillones de pana roja, luces estroboscópicas, rayos laser, incluso se había
asociado con un tipo que vendía gaseosas y jugos para que instalara una barra
allí. Lo saludé con una seña y me acerqué, bajó apenas la música y salió de la
renovada cabina de Disk Jockey.
-Hey
loco. ¿Qué onda? ¿En qué te puedo ayudar chabón?- por la terminología utilizada
se hacía el pendejo parecía. Le recordé que era yo quien le había pasado el número
de mi amigo Javier, le pregunté si
habían hablado y cómo les había ido.
-Sí,
Estamos haciendo algo en su boliche. ¡Fines de semana a pleno chabón! Igual me
lo tomo como un hobbie nomas che, un pasatiempo. Voy paso música y chau-
Mientras hablábamos bailoteaba como un boludo. -Mi verdadero público está acá. Fijate
que ya ni vendo C.D.´s siquiera. ¡Sólo transmito buenas ondas sonoras
loco!-Parecía un pelotudo cuando hablaba, pero tenía razón, ni un solo disco
podía verse a la venta allí.
-El
público de una discoteque es muy ingrato, hace de que cuenta que no existís.
Les da lo mismo si estás vos o cualquier otro gil, están todos en la suya, encarando
o mirando minitas, re mamados, y pongas la música que pongas bailan siempre
igual. Acá en cambio temes una respuesta instantánea, una vibra inmediata, y
por sobre todas las cosas auténtica, acá no te la “caretean”. - En ese preciso
momento una camioneta Ford F100 azul metalizada pasa por delante de nosotros,
toca bocina al pasar, y la mano izquierda de un misterioso conductor asoma por
la obscura ventanilla apenas abierta con el pulgar en alto, en señal de
aprobación. -¿Ves lo que te digo? Mirá el pibe aquél, el de los duraznos a
$4,50, fíjate cómo baila mientras despacha clientes, o aquél del puesto de
choripanes cómo mueve los pies mientras está junto a la parrilla al ritmo de
Stevie Wonder. ¡La gente me quiere acá macho, no los puedo abandonar! me dan
afecto, me regalan cosas… ésta remera me la regaló la mujer del puesto
veinticuatro, las zapatillas el muchacho de allá al fondo, puro cariño loco.
Moreno (Guillermo) me quiso echar, le llegó un rumor, y no entendía cómo tengo
un puesto que no vende nada, varias veces vinieron a inspeccionar si vendo
droga o cosas raras, pero la gente salió a defenderme loco, mi verdadero
público.- Una combi justo pasó y le tocó bocina, gritándole el cuarentón
conductor de poblado bigote -¡Grosso, capo!-.
-
Mi deseo en la vida era abrir mi propio boliche, y acá lo cumplí, este es mi
boliche.-
Nos
despedimos cordialmente con la promesa de volver a vernos, aunque estoy
convencido de que me olvidó en ése mismo instante. Me fui caminando a buscar a
mi señora e hijo, tomándome el tiempo para pensar. Hay que buscarle la vuelta a
las ambiciones, quizás se cumplan de la manera en que menos lo esperamos, o tal
vez recién una vez plasmadas podemos conocer
nuestra verdadera pasión. Aquí podemos conseguir casi cualquier cosa, lo
que imaginemos, quizás hasta podamos hacer realidad nuestros sueños, pero
tengamos en cuenta que todo lo que aquí se consigue es trucho, incluso ésos
sueños. En el Mercado Central, donde todo es posible.
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