Día del
padre
-Feliz día del
padre, viejo.- Su hijo le daba una palmada en la espalda, mientras los nietos
revoloteaban a su alrededor, ansiosos más ellos por la apertura del regalo que
el propio agasajado. Con cuidado quitó las cintas del paquete y sin romper el
papel que podía serle útil en el futuro lo desembaló, era una Tablet, flamante
y reluciente… cosita, que el viejo Kikimora no sabía para qué demonios servía,
o mejor dicho, sabía, no era que vivía en un caño, pero no le interesaba que es
distinto, ni le encontraba sentido. Simulo sorpresa, aunque nunca fue lo suyo
la actuación, a su hijo le regaló una bufanda, ambos desearon poder
intercambiar los regalos.
No es que
despreciara a su hijo, solo que le daba una especie de… asco, o vergüenza
quizás. Aborrecía ese estereotipo de publicidad de gaseosa light en el que se
había convertido. Pelo corto, anteojos pequeños, camisa prolijamente
arremangada, y mucha cara de nabo. La casa parecía sacada de una publicidad,
con pisos, muebles y sillones completamente blancos, toda la familia sentada a
la mesa con una gran ensalada en medio y riendo a carcajadas con los brillosos
dientes a flor de piel. Un gran ventanal daba al pequeño patio, con césped
sembrado, en el que se estaba cocinando en una parrillita portátil.
El pibe hizo
un asado horrendo, de maricón. La esposa es vegetariana, así que cocinó
berenjenas a la parrilla, hamburguesas de garbanzos, y vaya a saber que
porquería más, para el abuelo carnívoro un churrasquito de lomo recontra seco y
quemado. Siguió fingiendo alegría, sobre todo por los nietos que si bien eran
unos guachos malcriados, ellos no tenían la culpa.
Yo les voy a
explicar, no es que el viejo Amancio Kikimora era un renegado total y mal
parido, sino que él simplemente quería estar sólo en esa fecha, que nadie le
rompiera la paciencia. Pero su hijo le insistía y le insistía, pensando que por
estar solo en el día del padre no sé qué calamidad fuera a pasarle, si de todas
maneras permanece solo el resto del año. Su mujer había fallecido hacía siete
años, un 16 de junio, fecha que proverbialmente solía caer el mismo día que el
día del padre. El viejo sinceramente deseaba estar tranquilo, todavía la
extrañaba y pretendía que así fuera, quería extrañarla en paz, pero
aparentemente su hijo y su nuera quieren maquillar todo. No hay que mostrar
emociones negativas, todos felices y nada más, que no se note que él la caga
con la secretaria y ella con el del chalet al lado, pero me estoy yendo del
tema, perdón.
En la
sobremesa, mientras tomaban un té de caléndula silvestre (la cafeína estaba
prohibida en esa casa), dejaron deslizar la idea que venían masticando desde
hacía meses seguramente.
-¿Por qué no
intenta ir a un psicólogo, Amancio?- Fue ella la que tuvo la desfachatez de
decirlo, él siempre fue un cobarde. -Probablemente lo ayude, a nosotros nos
hizo muy bien terapia. Ya hablamos con el mismo profesional al que solemos ir
nosotros y está dispuesto a recibirlo como paciente, si quiere podemos pagarle
algunas consultas si quiere...- parecía orgullosa de haber ingeniado esa idea
estúpida, porque su sonrisa era más tonta que nunca.
Como era
previsible, al señor Kikimora no le gustó ni medio la idea, pero al ser
bastante miserable todo lo que fuera gratis le atraía, además secretamente
disfrutaba hacerles gastar plata a esos miserables. El Licenciado Zamudio le
pareció un chamuyero bárbaro, afortunadamente tenían aproximadamente la misma
edad, cerca de setenta, y podían hablar de futbol y programas de televisión
antiguos, era algo bastante ameno la verdad. La única cosa útil que pudo
rescatar el paciente de las sesiones fue la idea que le dio el psicólogo de
alejarse de los recuerdos, según el licenciado, la estrategia era ir
deshaciéndose de los elementos que tuvieran recuerdos anexados de su fallecida
esposa.
-Poco a poco,
y a medida que vaya haciendo el duelo, trate de paulatinamente ir
desprendiéndose de aquellos objetos atribuidos de emotividad, que tengan una
carga emocional fuerte. No le digo que los tire, pero al menos alejarlos de su
radio de acción diario, moverlos hacia otra habitación menos utilizada, o
quizás incluso venderlos puede ser beneficioso, ya que la pena por el
desarraigo de aquellos sentimientos se indemniza parcialmente con una
compensación económica.- Le dijo el licenciado entre cigarrillos compartidos.
Por supuesto
que no fue fácil, tampoco es soplar y hacer botellas, fue muy duro y le llevó
tiempo a Amancio juntar la fuerza necesaria para tomar una decisión tan
importante. Sacar el antiguo vestido de novia de su esposa del ropero de su
habitación no fue una pavada. Lloró como un niño, lo abrazó, se tomó el tiempo
para despedirse, lo metió en una bolsa de residuos y lo llevó a la calle para
luego arrepentirse e ir corriendo a buscarlo, hasta que se le ocurrió una idea.
No sé si ya les dije que el señor Kikimora era bastante tacaño, por lo que
pensó “en lugar de tirar a la basura el vestido, voy a ponerlo a la venta en el
local”.
La casa del
ahora viudo era un caserón antiguo, con puertas largas y cielos rasos altos,
había seis habitaciones enormes con pisos de madera. Estaba ubicada detrás de
un local desocupado también de su propiedad, de unos ocho metros de frente, que
daba a alguna calle angosta del barrio de Flores, ¿o era en el Once? aunque
pudo ser también en cualquier otro barrio o ciudad. Colgó el vestido de una
percha, y le colocó un precio deliberadamente alto, quince mil pesos, era obvio
que inconscientemente no quería desprenderse de él todavía, pero al menos se
inventaba una excusa para poder auto convencerse de que podía seguir adelante
con su vida.
Hacía años que
estaba abandonado, y últimamente la mugre de la vidriera apenas permitía ver
hacia adentro, entre la tierra adherida de varios veranos, las calcomanías
viejas pegadas, la pesada cortina de rejas y hasta verdín. Nunca daba el sol,
unos enormes nogales ofrecían sombra permanente llenando el frente de humedad,
y de noche bloqueaban la luz de los faroles de la calle. Primigeniamente su
padre, inmigrante japonés, vendía repuestos de máquina de coser, luego fue una
ferretería y al final una compra venta de muebles usados.
Después del
vestido de novia, al mes, se las arregló para deslomarse haciendo fuerza por
los pasillos con un ropero antiguo que también llevó al local, el cual fue
tazado exorbitantemente por él en las cinco cifras. Siguió el resto del
guardarropa femenino, todo meticulosamente etiquetado con precios descomunales.
Era como poner precio a sus recuerdos, vender partes de su vida, sus historias
y su esposa. Qué diría ella si me viera, solía pensar. Como podría mirarla a la
cara cuando se encuentren en el más allá, sabiendo que prostituyó sus
pertenencias, y mancilló su memoria.
La mesa de luz
fue un tanto más fácil, no tenía demasiados recuerdos asociados, salvo que ella
guardaba allí sus medicamentos que tomaba antes de dormir, y sus collares y
aros. Aún conservaba el que le regaló él para su primer aniversario juntos
cuarenta años atrás, una imitación de perlas. Le puso un precio más caro que si
fueran perlas verdaderas, ese collar tenía un valor sentimental extremadamente
caro.
Poco a poco
fue dándose cuenta que casi todas sus pertenencias le recordaban de una manera
u otra a su esposa fallecida, su amada Malvina. Las sillas del comedor que ella
supo elegir ése día en la mueblería cuando el vendedor le miraba el escote, él
se dio cuenta, pero no dijo nada porque le dio un importante descuento.
Recordaba aquella tarde de verano en la que el nene dormía la siesta, e
hicieron el amor sobre esa mesa de roble recién comprada, una de las patas no
estaba bien asegurada y se cayeron dándose un tremendo golpe. La cocina le
recordaba las sabrosas comidas que solía prepararle, pero sobre todo aquella
primera comida, el día que se mudaron juntos, cuando ella quemó el pollo al
horno y llenó el ambiente de humo. La pava le recordaba sus mates, las ollas
sus guisos, la sartén sus revueltos de papa. Todos estos implementos fueron
poco a poco instalándose con precios astronómicos en el local que daba a la
calle, ¿era en Palermo o en Abasto? No recuerdo, pero era un barrio por demás
tranquilo.
Llegó un
momento en que lo único que le quedaba era una radio, el televisor (ninguno le
importaba en lo absoluto) y la cama. Era paradójicamente el último artefacto
que había aun en la casa, y el que más recuerdos le traía. Acumulaba desde las
evocaciones más pecaminosas y eróticas, hasta las más tiernas e íntimas,
aquellos momentos en que la oía respirar mientras dormía, cuando sentía su
aliento cálido en el cuello y los largos cabellos negros de Malvina en su
pecho. Había noches juntos que jamás pudo olvidar, como cuando concibieron a
Martín, o cuando éste lloraba toda la noche sin dejarlo pegar un ojo, o las
veces que dormía con ellos si había tormenta. Tenía miles de recuerdos hermosos
relacionados a esa cama, pero también uno que jamás podrá olvidar aunque haga
todo el esfuerzo del mundo, aquella mañana en la que ella no despertó, la quiso
abrazar semi dormido y se espantó con aquel cuerpo helado.
A la cama la
acomodó al fondo del local, alejada lo más posible de la vidriera. Ya sin
pertenencias en su casa no le quedó más remedio que dormir allí en el negocio,
de todas maneras el vidrio era casi impenetrable y era muy poca la gente que
pasaba por esa calle. Nadie pudría notar su presencia. Paulatinamente, su vida
fue mudándose allí, detrás de aquel mugroso vidrio y esa pesada cortina de
rejas de acero. Solo salía para ir de compras al supermercado chino del barrio,
había abandonado toda interacción con vecinos y conocidos, no tenía sentido ya
nada para él. No volvió por el barcito que quedaba a dos cuadras y del que
solía ser cliente asiduo, poco a poco fue recluyéndose, armando su refugio, su
bunker para resguardar aquellos recuerdos, no podía dejarlos solos ni
abandonarlos.
Una mañana,
mientras tomaba mates sentado en la cama todavía en calzoncillos, lo sorprendió
en demasía un tipo que le golpeaba el vidrio con los nudillos. La abrió la
puerta y luego de interrogarlo, éste le comentó que estaba interesado en la
compra de artículos antiguos, en desuso, cosas olvidadas que la gente
desperdicia o abandona, y había visto que tenía muchas cosas a la venta allí.
Seguramente debe ser algún decorador de interiores o algún modisto, pensó el
viejo Amancio, porque estaba vestido raro, de traje pero estilo antiguo, con un
pañuelo en el cuello, y un gran sombrero, como se usaban antes. Luego de que el
tipo le insistiera, aceptó dejarlo pasar, le mostró los mueble y los demás
artículos, no sin hacer evidente el elevado precio de cada uno.
-Mire que
están caras las cosas, piense bien si le conviene…- Hacía todo lo posible para
disuadirlo de realizar compra alguna, todavía no estaba listo para vender
aquellas cosas.
-Me llevo
todo. Sume y saque bien la cuenta, mañana vengo con la plata.- Dijo el extraño,
con vos firme y segura. Sin siquiera despedirse dio media vuelta y salió.
Kikimora
realmente no esperaba que volviera a aparecer el hombre del sombrero, pero sin
embargo a la mañana siguiente allí estaba el tipo, esta vez llevando un bolso.
Sin rodeos ni prolegómenos el tipo le preguntó cuánto era por todo lo que había
en el local. La suma ascendía a un poco más de medio millón de pesos, Amancio
le dijo el numero lentamente para que sonara más pesado aún en un último
intento de disuasión, de todas maneras estaba confiado, solo un loco podía
llegar a pagar semejante cantidad por toda esa basura.
-Tome,
cuéntelo.- le dijo el tipo entregándole el bolso. Kikimora contó el dinero dos
veces, le devolvió los pocos pesos que sobraron y obnubilado por semejante
cantidad de dinero aceptó la venta. Se dieron la mano, cerrando el acuerdo.
-¿Cuando viene
a recoger las cosas? Venga con el flete cuando quiera- dijo el iluso Kikimora.
-No necesito
flete, lo que realmente me interesa puedo llevármelo puesto.- Amancio pensó que se refería al vestido de
novia, después de todo tenía pinta de raro, pero antes que haga más conjeturas
el tipo de sombrero aclaró sus dudas.
-Mire, lo que realmente me interesa es su
vida, y puedo a cargar con ella. Ya le dije, yo compro artículos en desuso,
cosas que la gente no aprovecha, desperdicia o abandona, usted estaba haciendo
eso mismo con su vida, además estaba en la vidriera. Usted mismo se estaba
ofreciendo.- Kikimora intentó aclarar el malentendido y arrepentirse de la
transacción, pero el tipo le aseguró que al estrechar sus manos ellos firmaron
un contrato tácito irrompible. Chasqueó los dedos, y desaparecieron del lugar,
Kikimora, el tipo del sombrero, la cama, el ropero, las ollas, la cocina, la
pava, la ropa, el vestido de novia, la mesa de luz, el velador, la heladera
Siam, los portarretratos, los sillones…todo menos el bolso, la radio y el
televisor.
Cerca de seis
meses después, para el día del padre, su hijo y su nuera fueron a buscarlo,
intentando simular interés y cariño nuevamente. Durante todo el tiempo
transcurrido no se les ocurrió ni siquiera hacerle un mísero llamado telefónico
al viejo, ni para saber cómo estaba, o siquiera para saludarlo. Tocaron timbre,
con una fingida sonrisa por si alguien aparecía, -No está, mala suerte,
vámonos.- dijo la nuera cuando nadie salía a abrir. No le caía bien el viejo,
era un recuerdo de como era su marido, un carnívoro sin estilo, antes de que
“evolucionara” en un porteño de clase media alta que vive en un barrio privado
de Pilar. Tocaron nuevamente, y como nadie salía entraron con una copia de la
llave que tenían para emergencias. Al ver la casa vacía se preocuparon, y
pensaron lo peor, pero el bolso abierto con la plata saliendo de él, en el
suelo en medio del local los hizo olvidar del viejo Kikimora. Con el dinero
remodelaron la casa e hicieron en ella un restaurant orgánico vegetariano, en
un barrio que paso de ser olvidado a ser chic.
El siguiente
día del padre almorzaron allí.