Un amor francés
Allí estaba, paradito en la puerta de una heladería,
de lo más canchero y con un aire desfachatado. Estaba medio hecho mierda, pero
por los años que tendría a juzgar por su aspecto, bastante bien se mantenía. Ya
no era un pibe, cerca de cincuenta años tendría, pero sabía mantener algunos
vestigios de jovialidad y rebeldía que lo caracterizaban de joven, irreverencia
tal vez sería la palabra. Fernanda caminaba con su marido y su hija luego de un
largo y placentero día de playa cuando sus miradas cargadas de electricidad se
cruzaron. Fue amor a primera vista, a segunda vista en realidad, ya se había
enamorado de uno exactamente igual en su época adolescente, sola que su anterior
amor no era colorado. Iba cruzando la calle, pero quedó petrificada en medio
del proceso, no podía creer lo que veía, recién cuando una furiosa bocina de un
colectivo la sobresaltó pudo volver en sí y llegar hasta el otro lado del
camino.
Su ojo derecho estaba un poco caído, tal vez fruto de
algún leve golpe, pero demás parecía encontrarse en medianamente buenas
condiciones, un guardabarros oxidado, una puerta podrida con varios agujeros,
parrilla con varillas faltantes, todos aparentaban ser detalles menores.
Pintura ni por asomo, sería difícil adivinar el color original, ya que en ese
momento los colores variaban entre el ladrillo del anti oxido, gris de la
impresión que dan los chapistas, y un popurrí de autopartes de carrocerías
trasplantadas con diferentes tonalidades.
En cuanto a Marta no estaba mucho mejor que el
Gordini, de unos cincuenta largos y bastante cascoteada, pero tal vez con
bastante trabajo se podría levantar un poco. Rubio platinado artificial y una
tonalidad de bronceado cercana a una zanahoria, unos ocho kilos de más (siendo
generosos), y una actitud de mandona y superada que crispaba los nervios de
cualquiera. Se acercó y lo estudió más en detalle, notó cómo un bidón con una
manguera depositado sobre el derruido tablero cumplía las funciones de tanque
de nafta. No estaba a la venta pero ella lo quería, y teniendo un padre con
plata estaba acostumbrada a obtener siempre lo que deseaba. Preguntó en los
negocios cercanos si alguien sabía sobre la identidad del propietario, pero no obtuvo
respuestas satisfactorias. Decidió esperar junto al vehículo en cuestión
mientras su marido e hija realizaban las compras en el mercadito local, no
existía la opción de volverse a Lobos sin su preciado trofeo. Esas mini
vacaciones en Gualeguaychú súbitamente se habían convertido en las mejores en
muchísimo tiempo. Como a la media hora un viejito apareció, dejó unas bolsas en
el asiento de atrás y subió al auto cuya puerta permanecía sin llave, total
quién podría robarse aquella porquería. A punto de encenderlo, fue interceptado
por la cincuentona señora. El titular del auto era todo un espécimen, una barba
que colgaba hasta la mitad del pecho trenzada con cintas de colores, media
cabeza pelada con una cola de caballo extensa pero a la vez pobre. Remera
multicolor con un enorme signo de la paz y un pintoresco collar con un dije de
forma de hoja de marihuana. El tipo era un hippie total, de los de antes, un
loco que vivía en una granja olvidada a las afueras de la ciudad, nadie sabía
cómo la había adquirido, aparentemente era de un pariente fallecido, pero él no
creía en papeles ni burocracia, por lo que tanto el rodado como sus demás
pertenencias permanecían anónimas. Al ser interceptado y ante la solicitud de
Marta de adquirir el vehículo, el sujeto que afirmó llamarse simplemente
“Unicornio” (según explicó luego, eligió ese nombre por ser el último de su
especie) afirmó no creer en los bienes materiales ni en el dinero, porque
oprimía los pensamientos libres o no se otra mierda dijo. -Las posesiones terrenales
impiden un libre albedrío del ser humano, sometido por el capitalismo y las
ataduras del hombre de traje-, pero cuando Marta le ofreció quince mil pesos,
luego de pensar en toda la droga que podría comprar con ese dinero por poco no
se arrodilla y le besa los pies.
Era contadora de una gran empresa internacional, por
lo que ganaba muy buen dinero, mucho más que su marido, y en muchas discusiones
ni ella ni su ego podían evitar echárselo en cara, ésto le permitía darse unos
cuantos gustos personales, el auto era uno de ellos. Su padre, dueño de una
empresa asesora de inversiones y bastante miserable cabe destacar, le había
regalado un Renault Gordini usado pero en muy buenas condiciones para los
quince años. Importado de Francia, con motorización Audi, caja de cuarta,
exterior con pintura combinada de dos colores, y tapizados al tono, no la
rudimentaria versión fabricada en Argentina. Marta quería un viaje a París, sin
embargo su regalo era una “mejor inversión”. Al principio lo odió con todo su
alma, casi directamente proporcional a cómo después logró amarlo. Sus amigas de
la alta sociedad se pavoneaban con lujosos vehículos último modelo, pero ella
cada vez más se aferraba a su lustroso e impecable autito, formaba parte de su
rebeldía adolescente. Fueron muchos años de felicidad que compartieron, años de
juventud y crecimiento, demasiadas irresponsabilidades, innumerables salidas
con amigas, varios novios en el diminuto asiento trasero, y excesivo alcohol en
las salidas de sábado por la noche.
Fueron felices él y ella, hasta que ella se
convirtió en ellos. Primero fue su único novio formal, con el cual perdió la
virginidad en ése mismo auto, y prontamente el primer hijo. No estaban casados,
lo cual causó una gran reprimenda y luego pelea con sus padres. En ésa época, y
en ese círculo social no podía permitírsele la humillación de ser madre
soltera. Cortó de la peor manera el fuerte cordón umbilical que la unía a su
padre. Con sus propios ingresos cambió por un auto un poco más cómodo en
dimensiones, uno familiar, aunque de familia había muy poco. El Renault 12 fue
otro buen coche, fiel como ninguno, característica que encontró en su segundo
auto pero no en su primer marido, un francés bastante mayor que ella,
presidente de un banco ahora inexistente. Se separó al año y medio, otra
deshonra para sus padres. Finalmente conoció a Claudio, su actual marido,
alguien menor en edad, y en cargo dentro del estudio contable en el que ambos
se desempeñaban. Al fin había encontrado alguien a quien pudiera dominar a su
gusto, dirigía en el trabajo y en la casa. Hacía valer en cada discusión o
disputa los años de estudio que debió soportar con una criatura a cuestas, en
un tiempo en el que no había guarderías ni niñeras accesibles para la gente
normal.
Lo llevó hasta su casa en una grúa alquilada en la
ciudad, desde Gualeguaychú hasta Lobos, trescientos cuarenta kilómetros, cerca
de dos mil pesos. El alto importe causó una gran disputa con su marido, pero
como en todo altercado tuvo ella la razón con único y simple argumento, “Gano
más que vos y si quiero lo compro. Punto”.
Claudio era un tipo bastante boludo en verdad. Pelado,
con bastante panza y sin el más mínimo respeto propio. De joven era un muchacho
tímido, simpático pero poco exitoso con las chicas. Tenía muchas amigas pero le
faltaba la decisión para pasar a ser otra cosa, la misma decisión que le
faltaba para hacerse valer con su esposa, pero siempre hay una gota que rebalsa
el vaso. La pelea por el ridículo auto fue demasiado para él, aparentemente en
el fondo y detrás de esas gruesos anteojos cuadraditos había algo de hombría.
Juntó sus cosas y con muy poco encima se mudó a la casa de fin de semana que
habían comprado en la laguna, o mejor dicho, que ella había comprado. Paulina,
la hija adolescente de diecinueve años prefirió mudarse con el padrastro, era
más permisivo y fácil de convencer, la madre era mucho más restrictiva, ya no
la aguantaba, encima nunca estaba en la casa, y menos ahora con ese maldito
auto, antes que estar sola prefería estar con “Clau”, como ella le decía.
Él
estaba feliz de la vida, y aunque lo niegue, secretamente estaba enamorado de
ella, pero eso es otra historia.
No fue tan fácil como hubiese parecido restaurar un
auto antiguo y mucho menos para una mujer solitaria, pero estaba dispuesta a
lograrlo cueste lo que cueste. La primera etapa fue fácil, llevar el auto a los
hermanos Álvarez, Ricardo y Roberto, mecánico y chapista respectivamente, eran
hijos de un gran amigo del padre de Marta, por lo que desde hace años eran los
talleristas de confianza. La cara de ambos al ver llegar el destartalado
vehículo al taller, funcionando en dos cilindros y dejando una estela de humo
negro tras de sí, fue por demás demostrativa. El arduo trabajo al cual iban a
ser sometidos pasó inmediatamente por sus cabezas y el gesto de consternación
fue inevitable. Luego de un minucioso estudio del aparato el veredicto fue
unánime, no servía nada, había que empezar de cero. Junto a una enorme pila con
montones de chatarra, piezas de antiguos arreglos y recortes de chapa fue
estacionado el viejo francés, aguardando su momento de renacer y volver a
brillar.
Al mes de su internación aproximadamente, el
envejecido personaje de esta historia recibió un trasplante de corazón, había
aparecido un motor en medianas condiciones, algo muy superior al estado del
original. Fue encontrado gracias a los contactos de Roberto en un campo de
Zapiola, detrás de un gallinero, entre los restos de un Fitito, al cual se lo
habían injertado. No fue demasiado costoso, pero si lo fue su limpieza,
instalación y puesta a punto. Un vendedor de autopartes local le consiguió
algunos repuestos que necesitaba (en realidad necesitaba de todo), dos
guardabarros delanteros y una puerta, ya no se fabrican pero los ubicó perdidos
en el stock del mayorista proveedor, olvidados en el rincón de un abarrotado y
enorme galpón.
Se había hecho dos promesas respecto al auto, la
primera era ir a visitarlo día por medio, después de todo era lo más importante
que tenía en ese momento considerando que su hija había cortado momentáneamente
y por tiempo indeterminado relaciones con ella, si su marido estuviera o no le
daba exactamente lo mismo. La segunda era no utilizarlo hasta que el vehículo
estuviera cien por ciento refaccionado y en perfectas condiciones. El trabajo
marchaba viento en popa, y Marta Ferreira pasó a ser socia y co-propietaria del
estudio contable, el cartel rezaba “Martino, Kelly, Ferreira y asoc.”.Cada fin
de semana y cada posibilidad de escaparse que tenía la aprovechaba para salir a
buscar piezas para su viejo amor. Buscaba por Internet en páginas de compras
on-line, y personalmente concurría hasta los lugares más insólitos en busca de
repuestos, de esa manera conoció Misiones, Corrientes, Bahía Blanca, Puerto
Madrin, y muchísimos pueblos de la provincia de Buenos Aires. Para la insignia
de la parrilla debió recorrer tan solo tres mil quinientos kilómetros hasta
Bariloche, fue en avión y según ella valió la pena. El Club Gordini de la
ciudad de Niza le envió un catálogo completo original de la época, con todas
las combinaciones de colores de tapizado y carrocería disponibles en ese
entonces, para que ella pudiera dar con el que todavía conservaba en su
memoria.
Muchas personas creen inconscientemente que dar
nuevamente con el símbolo de la niñez perdida (o adolescencia en este caso)
puede devolverles la felicidad y las experiencias vividas en esa época tan
feliz, es normal e inevitable. El problema era que Marta no lo hacía
inconscientemente, sino con pleno uso de sus facultades y razonamiento. Estaba
completamente convencida que en el mismo instante que lo pusiera en marcha
recuperaría su juventud, su primer amor, su virginidad, su primer llanto de
tristeza; sería feliz y se sentiría la persona más insignificante del mundo
como todo adolescente, todo eso esperaba del pequeño auto familiar francés.
Todo eso pensaba e imaginaba la pobre Marta mientras estudiaba los números de
los clientes, o mientras volvía del trabajo cada día en su Mercedes Benz. Lo
daría todo por volver a esa época de su vida, sin preocupaciones, sin
responsabilidades.
Debió comprar dos autos más fuera de funcionamiento,
abandonados, para que sirvan de donantes. De ellos extrajo la mayoría de las
vaguetas y cromados, otros los compró importados, y los faltantes los mandó a
fabricar. El tapicero respetó a raja tabla los esquemas asignados y los colores
de cuero exactos, blanco y celeste con costuras azul oscuro, haciendo juego con
el exterior, pintado en la misma combinación de colores. Los cristales los
debió mandar a fabricar a medida, y los herrajes de las puertas los hizo traer
desde Milán.
Fueron dos años los que tardó la restauración, durante
los cuales concurría religiosamente al taller a chequear el estado de su amado.
Ése día, un doce de mayo, le esperaba una sorpresa, los hermanos Álvarez lo
habían sacado, y lo tenían lustrado y listo en el frente del taller, parecía
recién salido de la línea de producción de Renault, brillaba al sol la lustrosa
y magnifica pintura, los cromados encandilaban y las tazas de las ruedas resplandecían.
Al verlo allí estacionado y magnífico, Marta estalló en llanto, a lágrimas
vivas abrazó los mecánicos se abalanzó inmediatamente hacia el auto, sacó de
dentro de la cartera un rosario de madera que pertenecía a su abuela y lo colgó
del espejo retrovisor, ella misma se lo había regalado para que lo colgara en
el auto original el día que su padre se lo compró. Finalmente luego de tanto
tiempo, de tanta espera y ansiedad llegó el momento mágico de ponerlo en
marcha. Marta esperaba que ese autito fuera realmente mágico, que al encenderlo
estallara en destellos de colores y estrellas, como en las películas, que ella
retomara al instante la juventud y la inocencia. Podrá imaginarse el lector
cual fue el tamaño de su desilusión al notar que nada ocurrió al girar la
llave. El motor se puso en marcha silenciosamente ante la orgullosa mirada del
dúo mecanico, ronroneaba como un gatito bebe, parecía cero kilómetro. La cara
de culo que tenía Marta era indescifrable para los Álvarez, habían hecho su
mejor esfuerzo y había quedado una pinturita. Ella estaba algo contenta en el
fondo, luego de tanto arduo trabajo y tanto tiempo invertido el Gordini estaba
hermoso, pero no le había devuelto su adolescencia.
Lo que Marta tardó en descifrar, es que el auto era
realmente mágico, solo que requería algo de tiempo para cumplir los deseos,
efectivamente al final los hizo realidad de cierto modo.
Marta finalmente pudo conocer a su verdadero amor,
libre de tantas cargas, estereotipos y preconceptos, a los cincuenta años pudo
enamorarse de verdad. Luego de frecuentar tan asiduamente el taller se enganchó
con Roberto el mecánico, la misma noche del re estreno del auto fue también el
re estreno del asiento trasero, con él perdió lo poco de virginidad que le
quedaba. La felicidad volvía a tocar su puerta, y podía darse a sí misma el
regalo de la paz interior. Pensando en todas esas boludeces ella misma no pudo
evitar compararse con aquél hippie que le había vendido el auto, ahora
compartían la libertad. Libertad en todo sentido, incluso en el aspecto
económico, ya que tanto pensar en pavadas los números de los clientes le daban
para la mierda y la rajaron del laburo,
La juventud finalmente volvió a apoderarse de Marta. El tallerista luego de unos meses la dejó por una mina más joven, una “pendeja trola”, según decía ella.
Porque, qué otra cosa es ser adolescente que llorar noches enteras por amor, sentirse la persona más insignificante del mundo, estar desocupado, sentirse solo y no saber qué hacer de la vida. Todo eso gracias a ese pequeño, celeste y mágico auto francés.