martes, 14 de agosto de 2018

Cuento: "Día del Padre" (2015)

Día del padre

-Feliz día del padre, viejo.- Su hijo le daba una palmada en la espalda, mientras los nietos revoloteaban a su alrededor, ansiosos más ellos por la apertura del regalo que el propio agasajado. Con cuidado quitó las cintas del paquete y sin romper el papel que podía serle útil en el futuro lo desembaló, era una Tablet, flamante y reluciente… cosita, que el viejo Kikimora no sabía para qué demonios servía, o mejor dicho, sabía, no era que vivía en un caño, pero no le interesaba que es distinto, ni le encontraba sentido. Simulo sorpresa, aunque nunca fue lo suyo la actuación, a su hijo le regaló una bufanda, ambos desearon poder intercambiar los regalos.
No es que despreciara a su hijo, solo que le daba una especie de… asco, o vergüenza quizás. Aborrecía ese estereotipo de publicidad de gaseosa light en el que se había convertido. Pelo corto, anteojos pequeños, camisa prolijamente arremangada, y mucha cara de nabo. La casa parecía sacada de una publicidad, con pisos, muebles y sillones completamente blancos, toda la familia sentada a la mesa con una gran ensalada en medio y riendo a carcajadas con los brillosos dientes a flor de piel. Un gran ventanal daba al pequeño patio, con césped sembrado, en el que se estaba cocinando en una parrillita portátil.
El pibe hizo un asado horrendo, de maricón. La esposa es vegetariana, así que cocinó berenjenas a la parrilla, hamburguesas de garbanzos, y vaya a saber que porquería más, para el abuelo carnívoro un churrasquito de lomo recontra seco y quemado. Siguió fingiendo alegría, sobre todo por los nietos que si bien eran unos guachos malcriados, ellos no tenían la culpa.
Yo les voy a explicar, no es que el viejo Amancio Kikimora era un renegado total y mal parido, sino que él simplemente quería estar sólo en esa fecha, que nadie le rompiera la paciencia. Pero su hijo le insistía y le insistía, pensando que por estar solo en el día del padre no sé qué calamidad fuera a pasarle, si de todas maneras permanece solo el resto del año. Su mujer había fallecido hacía siete años, un 16 de junio, fecha que proverbialmente solía caer el mismo día que el día del padre. El viejo sinceramente deseaba estar tranquilo, todavía la extrañaba y pretendía que así fuera, quería extrañarla en paz, pero aparentemente su hijo y su nuera quieren maquillar todo. No hay que mostrar emociones negativas, todos felices y nada más, que no se note que él la caga con la secretaria y ella con el del chalet al lado, pero me estoy yendo del tema, perdón.
En la sobremesa, mientras tomaban un té de caléndula silvestre (la cafeína estaba prohibida en esa casa), dejaron deslizar la idea que venían masticando desde hacía meses seguramente.
-¿Por qué no intenta ir a un psicólogo, Amancio?- Fue ella la que tuvo la desfachatez de decirlo, él siempre fue un cobarde. -Probablemente lo ayude, a nosotros nos hizo muy bien terapia. Ya hablamos con el mismo profesional al que solemos ir nosotros y está dispuesto a recibirlo como paciente, si quiere podemos pagarle algunas consultas si quiere...- parecía orgullosa de haber ingeniado esa idea estúpida, porque su sonrisa era más tonta que nunca.
Como era previsible, al señor Kikimora no le gustó ni medio la idea, pero al ser bastante miserable todo lo que fuera gratis le atraía, además secretamente disfrutaba hacerles gastar plata a esos miserables. El Licenciado Zamudio le pareció un chamuyero bárbaro, afortunadamente tenían aproximadamente la misma edad, cerca de setenta, y podían hablar de futbol y programas de televisión antiguos, era algo bastante ameno la verdad. La única cosa útil que pudo rescatar el paciente de las sesiones fue la idea que le dio el psicólogo de alejarse de los recuerdos, según el licenciado, la estrategia era ir deshaciéndose de los elementos que tuvieran recuerdos anexados de su fallecida esposa.
-Poco a poco, y a medida que vaya haciendo el duelo, trate de paulatinamente ir desprendiéndose de aquellos objetos atribuidos de emotividad, que tengan una carga emocional fuerte. No le digo que los tire, pero al menos alejarlos de su radio de acción diario, moverlos hacia otra habitación menos utilizada, o quizás incluso venderlos puede ser beneficioso, ya que la pena por el desarraigo de aquellos sentimientos se indemniza parcialmente con una compensación económica.- Le dijo el licenciado entre cigarrillos compartidos.

Por supuesto que no fue fácil, tampoco es soplar y hacer botellas, fue muy duro y le llevó tiempo a Amancio juntar la fuerza necesaria para tomar una decisión tan importante. Sacar el antiguo vestido de novia de su esposa del ropero de su habitación no fue una pavada. Lloró como un niño, lo abrazó, se tomó el tiempo para despedirse, lo metió en una bolsa de residuos y lo llevó a la calle para luego arrepentirse e ir corriendo a buscarlo, hasta que se le ocurrió una idea. No sé si ya les dije que el señor Kikimora era bastante tacaño, por lo que pensó “en lugar de tirar a la basura el vestido, voy a ponerlo a la venta en el local”.
La casa del ahora viudo era un caserón antiguo, con puertas largas y cielos rasos altos, había seis habitaciones enormes con pisos de madera. Estaba ubicada detrás de un local desocupado también de su propiedad, de unos ocho metros de frente, que daba a alguna calle angosta del barrio de Flores, ¿o era en el Once? aunque pudo ser también en cualquier otro barrio o ciudad. Colgó el vestido de una percha, y le colocó un precio deliberadamente alto, quince mil pesos, era obvio que inconscientemente no quería desprenderse de él todavía, pero al menos se inventaba una excusa para poder auto convencerse de que podía seguir adelante con su vida.
Hacía años que estaba abandonado, y últimamente la mugre de la vidriera apenas permitía ver hacia adentro, entre la tierra adherida de varios veranos, las calcomanías viejas pegadas, la pesada cortina de rejas y hasta verdín. Nunca daba el sol, unos enormes nogales ofrecían sombra permanente llenando el frente de humedad, y de noche bloqueaban la luz de los faroles de la calle. Primigeniamente su padre, inmigrante japonés, vendía repuestos de máquina de coser, luego fue una ferretería y al final una compra venta de muebles usados.
Después del vestido de novia, al mes, se las arregló para deslomarse haciendo fuerza por los pasillos con un ropero antiguo que también llevó al local, el cual fue tazado exorbitantemente por él en las cinco cifras. Siguió el resto del guardarropa femenino, todo meticulosamente etiquetado con precios descomunales. Era como poner precio a sus recuerdos, vender partes de su vida, sus historias y su esposa. Qué diría ella si me viera, solía pensar. Como podría mirarla a la cara cuando se encuentren en el más allá, sabiendo que prostituyó sus pertenencias, y mancilló su memoria.
La mesa de luz fue un tanto más fácil, no tenía demasiados recuerdos asociados, salvo que ella guardaba allí sus medicamentos que tomaba antes de dormir, y sus collares y aros. Aún conservaba el que le regaló él para su primer aniversario juntos cuarenta años atrás, una imitación de perlas. Le puso un precio más caro que si fueran perlas verdaderas, ese collar tenía un valor sentimental extremadamente caro.
Poco a poco fue dándose cuenta que casi todas sus pertenencias le recordaban de una manera u otra a su esposa fallecida, su amada Malvina. Las sillas del comedor que ella supo elegir ése día en la mueblería cuando el vendedor le miraba el escote, él se dio cuenta, pero no dijo nada porque le dio un importante descuento. Recordaba aquella tarde de verano en la que el nene dormía la siesta, e hicieron el amor sobre esa mesa de roble recién comprada, una de las patas no estaba bien asegurada y se cayeron dándose un tremendo golpe. La cocina le recordaba las sabrosas comidas que solía prepararle, pero sobre todo aquella primera comida, el día que se mudaron juntos, cuando ella quemó el pollo al horno y llenó el ambiente de humo. La pava le recordaba sus mates, las ollas sus guisos, la sartén sus revueltos de papa. Todos estos implementos fueron poco a poco instalándose con precios astronómicos en el local que daba a la calle, ¿era en Palermo o en Abasto? No recuerdo, pero era un barrio por demás tranquilo.
Llegó un momento en que lo único que le quedaba era una radio, el televisor (ninguno le importaba en lo absoluto) y la cama. Era paradójicamente el último artefacto que había aun en la casa, y el que más recuerdos le traía. Acumulaba desde las evocaciones más pecaminosas y eróticas, hasta las más tiernas e íntimas, aquellos momentos en que la oía respirar mientras dormía, cuando sentía su aliento cálido en el cuello y los largos cabellos negros de Malvina en su pecho. Había noches juntos que jamás pudo olvidar, como cuando concibieron a Martín, o cuando éste lloraba toda la noche sin dejarlo pegar un ojo, o las veces que dormía con ellos si había tormenta. Tenía miles de recuerdos hermosos relacionados a esa cama, pero también uno que jamás podrá olvidar aunque haga todo el esfuerzo del mundo, aquella mañana en la que ella no despertó, la quiso abrazar semi dormido y se espantó con aquel cuerpo helado.
A la cama la acomodó al fondo del local, alejada lo más posible de la vidriera. Ya sin pertenencias en su casa no le quedó más remedio que dormir allí en el negocio, de todas maneras el vidrio era casi impenetrable y era muy poca la gente que pasaba por esa calle. Nadie pudría notar su presencia. Paulatinamente, su vida fue mudándose allí, detrás de aquel mugroso vidrio y esa pesada cortina de rejas de acero. Solo salía para ir de compras al supermercado chino del barrio, había abandonado toda interacción con vecinos y conocidos, no tenía sentido ya nada para él. No volvió por el barcito que quedaba a dos cuadras y del que solía ser cliente asiduo, poco a poco fue recluyéndose, armando su refugio, su bunker para resguardar aquellos recuerdos, no podía dejarlos solos ni abandonarlos.
Una mañana, mientras tomaba mates sentado en la cama todavía en calzoncillos, lo sorprendió en demasía un tipo que le golpeaba el vidrio con los nudillos. La abrió la puerta y luego de interrogarlo, éste le comentó que estaba interesado en la compra de artículos antiguos, en desuso, cosas olvidadas que la gente desperdicia o abandona, y había visto que tenía muchas cosas a la venta allí. Seguramente debe ser algún decorador de interiores o algún modisto, pensó el viejo Amancio, porque estaba vestido raro, de traje pero estilo antiguo, con un pañuelo en el cuello, y un gran sombrero, como se usaban antes. Luego de que el tipo le insistiera, aceptó dejarlo pasar, le mostró los mueble y los demás artículos, no sin hacer evidente el elevado precio de cada uno.
-Mire que están caras las cosas, piense bien si le conviene…- Hacía todo lo posible para disuadirlo de realizar compra alguna, todavía no estaba listo para vender aquellas cosas.
-Me llevo todo. Sume y saque bien la cuenta, mañana vengo con la plata.- Dijo el extraño, con vos firme y segura. Sin siquiera despedirse dio media vuelta y salió.
Kikimora realmente no esperaba que volviera a aparecer el hombre del sombrero, pero sin embargo a la mañana siguiente allí estaba el tipo, esta vez llevando un bolso. Sin rodeos ni prolegómenos el tipo le preguntó cuánto era por todo lo que había en el local. La suma ascendía a un poco más de medio millón de pesos, Amancio le dijo el numero lentamente para que sonara más pesado aún en un último intento de disuasión, de todas maneras estaba confiado, solo un loco podía llegar a pagar semejante cantidad por toda esa basura.
-Tome, cuéntelo.- le dijo el tipo entregándole el bolso. Kikimora contó el dinero dos veces, le devolvió los pocos pesos que sobraron y obnubilado por semejante cantidad de dinero aceptó la venta. Se dieron la mano, cerrando el acuerdo.
-¿Cuando viene a recoger las cosas? Venga con el flete cuando quiera- dijo el iluso Kikimora.
-No necesito flete, lo que realmente me interesa puedo llevármelo puesto.-  Amancio pensó que se refería al vestido de novia, después de todo tenía pinta de raro, pero antes que haga más conjeturas el tipo de sombrero aclaró sus dudas.
 -Mire, lo que realmente me interesa es su vida, y puedo a cargar con ella. Ya le dije, yo compro artículos en desuso, cosas que la gente no aprovecha, desperdicia o abandona, usted estaba haciendo eso mismo con su vida, además estaba en la vidriera. Usted mismo se estaba ofreciendo.- Kikimora intentó aclarar el malentendido y arrepentirse de la transacción, pero el tipo le aseguró que al estrechar sus manos ellos firmaron un contrato tácito irrompible. Chasqueó los dedos, y desaparecieron del lugar, Kikimora, el tipo del sombrero, la cama, el ropero, las ollas, la cocina, la pava, la ropa, el vestido de novia, la mesa de luz, el velador, la heladera Siam, los portarretratos, los sillones…todo menos el bolso, la radio y el televisor.

Cerca de seis meses después, para el día del padre, su hijo y su nuera fueron a buscarlo, intentando simular interés y cariño nuevamente. Durante todo el tiempo transcurrido no se les ocurrió ni siquiera hacerle un mísero llamado telefónico al viejo, ni para saber cómo estaba, o siquiera para saludarlo. Tocaron timbre, con una fingida sonrisa por si alguien aparecía, -No está, mala suerte, vámonos.- dijo la nuera cuando nadie salía a abrir. No le caía bien el viejo, era un recuerdo de como era su marido, un carnívoro sin estilo, antes de que “evolucionara” en un porteño de clase media alta que vive en un barrio privado de Pilar. Tocaron nuevamente, y como nadie salía entraron con una copia de la llave que tenían para emergencias. Al ver la casa vacía se preocuparon, y pensaron lo peor, pero el bolso abierto con la plata saliendo de él, en el suelo en medio del local los hizo olvidar del viejo Kikimora. Con el dinero remodelaron la casa e hicieron en ella un restaurant orgánico vegetariano, en un barrio que paso de ser olvidado a ser chic.

El siguiente día del padre almorzaron allí.




lunes, 25 de junio de 2018

Cuento: "A la sombra"

La sombra de la parra aplacaba apenas el calor agobiante de aquel martes 18 de enero, el sol caía y los últimos rayos de luz se filtraban por entre las pobladas y fructíferas ramas; me dejaba llevar por uno de esos míseros placeres que un tipo de clase medía puede darse, un Gancia con soda, hielo y limón mientras observaba, sentado en una reposera de playa, el patio con pasto recién cortado por mí en la víspera, con una mezcla de orgullo y resignación a la vez. No era por demás extenso, pero permitía la existencia conjunta de una frondosa higuera y un antiguo limonero que raquíticamente resistía con sus últimos esfuerzos los ataques del invasivo fruto de la vid. Me llamó la atención un pájaro rengo de un ala, que se las arreglaba para engullir los diversos frutos, moviéndose de una planta a otra con gran destreza.

Era tal la pesadez de la tarde que hasta los insoportables perros del vecino parecían haberse tomado un respiro de sus incansables ladridos para dar lugar a una propicia siesta, solo podía oírse un sepulcral y por demás pacífico. Sepulcral era una palabra por demás apropiada, ya que la muerte parecía estar rondando el ambiente y uno podía sentirla tan cercana como fuera posible. Ni autos, motos, ni música, tampoco niños jugando, ni cantar de las aves, mucho menos gente charlando en las calles. Silencio. Solo silencio. 

Divagaba mientras el sueño comenzaba a apoderarse de mí, luego de tres vasos de aperitivo la mente deambulaba por diversos “qué hubiera pasado si…” cuando de pronto algo me rescató forzosamente de los brazos de Morfeo. Fue tal el cagazo que me pegué que una sonora y estridente puteada pudo oírse en todo el barrio. Algo había rozado mi pierna, era un pequeño y anaranjado gato, medio atigrado con franjas amarillas a lo ancho de su lomo.
-Fuera de acá gato boludo, no tengo comida-. Casi se lo susurré, como si alguien pudiera escucharme hablando con un animal, mientras me despabilaba un poco, me sorprendí de todavía tener un vaso a medio llenar en mi mano derecha. Afortunadamente no estaba mi hijo de ocho años en casa, de lo contrario hubiera roto soberanamente las pelotas para que lo adoptemos como mascota.  
Me mandé lo que quedaba del vaso de un solo trago, lamentablemente me di cuenta demasiado tarde que estaba caliente como el pis del mismo gato que me estaba acariciando.-¡Fuera!- Esta vez fui un poco más incisivo con mi orden, incluso acompañé con un  brusco ademán con  la mano, como para asustarlo un poco, pero como todo resultado obtuve una mirada perpleja,  por demás humana, que me observaba con atentamente, con la cabecita medio ladeada, escrutando en mis como intentando figurarse que mierda le estaba diciendo.
-Mirá gatito, ¡Si buscás alguien que te adopte acá cagaste eh! Lorenzo se fue con mi señora a la casa de los abuelos, y el único que podía darte bola era él, porque mi señora odia a los gatos. Aparte hace como un año que me está rompiendo las bolas con que quiere un perro, y si te dejo entrar a casa ¿quién la aguanta después? viste como son las mujeres…Correte, me voy a preparar otro vasito.
No sé si sería la incipiente embriaguez, o el hecho de estar solo, pero una súbita oleada de ternura me invadió mientras exprimía las últimas gotas de un limón.
-Tomá, media milanesa fría. Te la doy porque hace como una semana que está ahí, ¡no pienses mal eh! Ya se como son ustedes, en seguida se encariñan y después no se van más.- El felino la devoró rápida pero a la vez suavemente, como disfrutándola, me pareció algo raro, ya que los gatos que había tenido cuando niño comían como muertos de hambre.
-¡Debes ser el único al que le gustan las milanesas de Clara!-Lancé una carcajada al aire, pero la callé instantáneamente al darme cuenta de mi soledad. El animal me estudió nuevamente, vigilándome. Es curioso lo estúpido que se siente uno al reírse en soledad ¿acaso necesita uno de oyentes para exteriorizar emociones? Tenemos pudor en soledad pero no en público,que cosa extraña.
La luz de la madrugada me trajo de vuelta al mundo, abrí los ojos como pude, eran las seis de la mañana según mi celular, aunque el sol brillaba como si fueran las diez. Aparentemente un cuarto Gancia había sido demasiado. No había rastros del felino, me desperecé como pude y me fui a la cama, a esperar al resto de mi familia como si nada hubiera pasado. Llegaron tipo once y algo, y me despertó Lorenzo de un salto en la cama, dentro mío lo puteé un poco por haberme despertado, era brava la resaca todavía, pero al instante recobré la alegría por encontrarme con ellos nuevamente. Me pusieron al tanto en segundos sobre la breve visita a los parientes, y disimulando mis deplorables condiciones físicas me incorporé lo más rápido que pude. Unos mates me despabilaron un poco, mientras me hacían traspirar en otro sofocante día de verano. Anunciaban treinta y cinco grados de temperatura, y lluvia recién el domingo. 
-¿Te agarró hambre anoche amor? Te comiste la media milanesa vieja esa, ya la iba a tirar. Como te gustan tanto hoy te preparé más. A la napolitana ¿Qué te parece?- Almorzamos milanesas nuevamente.
Simulé placer al comer, besé a ambos en la frente y me fui a trabajar. Un día de mierda en el laburo, como cada uno de los días de laburo. Llegué tarde, como siempre, ya era de noche y para cuando aparecí de vuelta en casa ya estaban los dos durmiendo. Lorenzo tenía jardín mañana temprano, y su madre estaba cansada aparentemente. Abrí la heladera, me serví un vino blanco con soda, y en un Tupper verde no pude evitar encontrarme con las sobras de almuerzo, media napolitana con papas hervidas. No tenía apetito, solo cansancio y calor, mucho maldito calor. Abrí la puerta del patio solo para encontrarme con mi nuevo amigo, el fanático de la cocina de Clarita. Siempre me gustó “Don Gato y su pandilla”, por eso se me ocurrió llamarlo Demóstenes, ese tierno gato tartamudo de la tira cómica, personaje inspirado remotamente por un filósofo griego cuya dificultad en la oratoria fue superada a fruto de recitar enseñanzas con varias piedras en la boca. Ahí estaba el anaranjado animalito, esperándome. Puse el Tupper en el piso, y me senté al lado, en la reposera de caño a beber mi vinito. Charlamos un rato, le conté que estaba medio podrido de todo, cansado, cansado de todo, de trabajar, de mi trabajo en la fábrica de colchones, cansado de tener cuarenta años y ninguna ambición a la vista, sólo la misma vida día tras día. Él me entendió, me comprendió y conoció mi sufrir, me acarició los tobillos con su dorado pelaje, como teniéndome compasión.
-Mirá loco, la verdad me encantaría ser como vos. La vida que llevan ustedes los animales es espectacular, nadie les rompe las bolas, andan por cualquier lado, están con cualquier gata, no le deben plata a nadie, no tienen un crédito en el banco que les saca la mitad del sueldo todos los meses… No tienen que trabajar. ¡Por dios, no tienen que trabajar! Daría lo que fuera por ser libre de nuevo, ser un espíritu salvaje.- Miraba en cielo casi sin pensar lo que decía, y mientras recitaba esas palabras, una estrella fugaz cruzó el cielo. Así fue como mi sueño comenzó a hacerse realidad, nunca imaginé que al día siguiente me encontraría en una con una vida completamente distinta, sería una persona nueva, soltero y sin nadie a quien rendir cuentas.
No crean que un genio mágico se presentó en mi casa, ni que el gato en realidad era un ser superior que cumplía deseos, o que era la reencarnación del lama, ni que la estrella fugaz me concedió otra identidad por la mañana como suele ocurrir en las películas pedorras; lo que ocurrió en realidad fue que mi mujer se levantó a tomar agua en medio de la noche, y me escuchó hablando con el gato, pudo oír sobre mis anhelos de libertad, de modo que simplemente me dijo:
-Así que estas podrido de todo…entonces tomatelás- Me armó las valijas y en media hora estaban en la puerta de calle esperando por una respuesta. –Decidite, si te vas no volvés-.

Ahora somos dos. Demóstenes y yo.
Y los dos extrañamos las milanesas.

viernes, 25 de mayo de 2018

La playa

La playa ofrecía un paisaje desolador, era pleno invierno y la escalofriante temperatura llegaba hasta los huesos. El viento azotaba la costa, llevando consigo una bruma salada que humedecía el rostro y los labios. Caminaba por la costa, por esa breve franja en donde la arena está húmeda y ofrece una firmeza suficiente para no hundirse, mirando hacia el infinito cielo y pensando. Aprovechaba para pensar sobre todo, y un poco sobre nada también; necesitaba aclarar mi mente y buscar inspiración. Estaba estancado en mi nuevo libro, y un recreo a la mente nunca viene mal. El horizonte difuso se fundía ente una especie de niebla matutina, y solo podía vislumbrarse la silueta de un pequeño barco pesquero a la lejanía, que parecía levitar en el avasallante gris.
Me fui acercando a una especie de escollera o muelle, con la esperanza de tener un poco de reparo del bravísimo clima y poder prender un cigarrillo. Con un nulo éxito en mi propósito decidí trepar la elevada construcción de piedra, para observar mis solitarias huellas sobre la arena. Al trepar las mohosas rocas pude observar una figura humana, sentado sobre las piedras, entre las olas que rompían y estallaban estruendosamente. Esta sombra fantasmal recortada contra el perpetuo mar llamó mi atención, parecía extraída de un cuento fantástico, una milenaria criatura expectante por las almas de los condenados. Trepé a la escollera, y me acerqué cautelosamente, tomando precauciones para no resbalar en las enmohecidas y húmedas rocas. Pude ver al anciano a pocos metros, la barba entrecana, espesa y recortada prolijamente, llamaba la atención por sobre las rusticas vestiduras. Gorro de lana negro, polera blanca y un sobretodo azul con corderito beige encima. Unas brillosas botas hasta las rodillas, casi cubrían por completo los gastados jeans azul marino. Al llegar a su lado, no se sobresaltó ni le intrigó en absoluto mi presencia, solo me miró con unos profundos y perpetuos ojos celestes, que parecían estudiar lo más profundo de mi alma. No emitió sonido alguno, solo giró nuevamente su cabeza a donde debería estar el horizonte. Supuse que debería sentarme, lo hice respetuosamente, mientras lo observaba. Tenía una caña de pescar en sus manos, tremendamente larga y vigorosa, aunque desde un par de metros ya era imposible divisarla por la neblina reinante.
-Buenas…- fui lo único que atiné a decir. Debía hablar bastante fuerte para que mi voz pudiera ser oída por sobre el estruendo del mar y el tempestuoso viento invernal.
El arrugado anciano se limitó a asentir con la cabeza. Pude verlo más detalladamente dada la proximidad, el rostro arrugado y reseco denotaban los castigos de la intemperie. Tenía manchas de sol en las mejillas, y su nariz un tanto enrojecida, en la cual podían observarse los pequeños vasos sanguíneos, como raíces de un poderoso olmo. Sacó una petaca de plata del bolsillo interior izquierdo del sobretodo, le dio un violento y artístico sorbo. Frunció levemente el seño, como avisándome que no se trataba precisamente de agua, y estiró el brazo convidándome. Le dí un pequeño sorbo que calentó mis entrañas, ayudando por un instante a disimular el insoportable frio de mediados de julio.
-¿Hay buen pique?- intenté romper el hielo, me intrigaba sobremanera el curioso personaje que tenía frente a mí.
-La verdad que no me interesa, ni siquiera tiene carnada el anzuelo. La pesca es un complemento, un recurso argumentativo, ¿comprende?- la verdad que no entendí mucho lo que me quiso decir, pero le dije que sí de todas maneras.
El tipo parecía la viva encarnación del más famoso personaje de Hemingway, “El viejo era flaco y desgarbado, con arrugas en la parte posterior del cuello. Tenía cáncer de piel, las manos llenas de cicatrices, todo en el era viejo excepto sus ojos, eran azules, alegres e invictos”
-Pero… Yo supuse que sería un fanático. Si no le interesa la pesca, ¿Por qué con tan tremendo frio está acá?- Se me ocurrió preguntarle.
-Por la belleza, la perfección, el increíble ambiente melancólico del cuadro.- Me dijo mientras sostenía un melón imaginario en sus manos. -Mire, yo era director de cine, y me quedó la manía de prestar atención a la escena, a la ambientación y la luz y todo eso. Cosas que a uno le quedan, locuras de la vejez.- Viejo loco de mierda, encima borracho.
-Trabajé en la playa por primera vez hace muchos años, allá por los ochenta, fui asistente de dirección en un par de películas horribles. ¿Conoce “Los bañeros más locos del mundo”? bueno, yo trabajé en esos largometrajes.-
-¡¿En serio me lo dice?!- no pude ocultar mi entusiasmo, crecí con esas películas, y son un grato recuerdo en mi memoria. Tendría seis o siete años cuando iba al cine con mi hermano a verlas. El tipo no parecía muy orgulloso de esos trabajos.
-Sí, esas basuras marcaron mi carrera para siempre. Luego de eso nunca más pude hacer un trabajo serio. Lo bueno fue que me enamoré de la locacion, de este escenario. Es hermosa la playa, y tiene una carga emotiva tremenda. Los grandes espacios abiertos generan en el espectador una intimidad especial con el personaje, sumado a una melancolía incomparable. Una playa desierta remite a los temores mas profundos del alma, la soledad, el desamparo, lo pequeño del ser humano frente al mundo.- Se estaba posesionando, dejó de observar el más allá mientras hablaba, para mirarme fijamente con fruncida cara de viento en contra.
-En fin, hice un par de trabajos under y algunos cortos, pero nunca fui tomado como un director importante. Me fui quedando sin laburo y decidí mudarme acá, todo es  mucho mas tranquilo, y uno tiene tiempo para pensar, para reflexionar sobre las cosas... sobre lo elemental, sobre la vida-
Yo me limitaba a oír, de la misma manera que se escucha a un profesor, a un doctor cuando nos da un diagnostico, con una mezcla de admiración, respeto y a la vez temor. Su voz era ronca, áspera y sufrida, curada por el frío, el alcohol barato y el tabaco de pipa; pero a la vez firme y decidida.
-Era allá por el ochenta y nueve, cuando mi mujer falleció. Pobre Marta, tenía tan solo cuarenta años, quien iba a creer que se pudiera ir tan joven. Le agarró una enfermedad muy jodida que me la robó en apenas un año y algo. Lo sufrí muchísimo, imagínese, aun hoy la recuerdo como si estuviera aquí.- Su cabeza estaba baja, miraba con ojos extraviados el mango de la caña. El volumen de su voz había bajado un poco, como si no quisiera que nadie más lo oyera excepto yo y el mar.  
-Estaba en el funeral de Martita cuando todo se me reveló en la cabeza. Yo estaba parado afuera fumando un cigarrillo, al volver a entrar y abrir la puerta, lo teatral y dramático del interior de la casa de sepelios me llegó. Era un salón largo y obscuro, con sillones de cuerina pegados a lo largo de las paredes. La iluminación era amarillenta, casi color ámbar, dándole a los presentes un aire fantasmal y un poco pictórico, antiguo y atemporal.  Al fondo, en el medio del salón estaba el féretro inclinado hacia delante,  con la parte superior destapada como si fuera una momia egipcia. Una luz blanca sobre Marta la iluminaba como si fuera un ángel, como si el señor la estuviera llamando. Ese fue el instante en que el cerebro me hizo un clic. Decidí hacer el mejor trabajo de mi vida para ella. Comencé a planear la obra maestra, la opera prima de mi carrera. Cuando me sobraba tiempo libre del trabajo en el kiosco, me dedicaba a escribir, a buscar escenarios, idear escenas y tomas. Completé carpetas enteras con anotaciones y comentarios, fotos, apuntes. Me estaba trastornando un poco, lo reconozco. Mi habitación parecía la del tipo de la película “Una mente brillante”, las paredes llenas de notas, imágenes, recortes de diarios y esquemas pegados. -
La tempestad y el viento arreciaban, hice una especie de cuenco con las manos y lo acerqué a la boca con la intención de que el aire cálido expedido pudiera devolverme la sensibilidad a mis extremidades. El viejo, al verme cagado de frío, volvió a sacar el licor y me convidó. Di un pequeño sorbo.
-¡Vamos! Tome como un hombre.- Me gritó el anciano casi iracundo ante mi supuesta falta de valentía. Me vi obligado a repetir la acción, casi por orgullo. Parecía Kerosene. Una vez satisfecho prosiguió.
-Fue ahí cuando me di cuenta de mi error, la obra maestra de mi vida no iba a aparecer nunca, porque la vida es la única obra maestra. De ahí en más la viví como una en película. Primero simulaba que mi existencia era la de un agente secreto, espiaba a personas en los bares, iba caminando por la calle y me dedicaba a seguir a alguien con cara de actor. Después cambié de trabajo, conseguí laburar en un remis de una agencia cerca de casa. Simulaba ser un conductor normal, hasta que algún doble agente subía al auto con un maletín, entonces yo le decía la contraseña secreta -El pájaro está en la jaula-.El tipo aparentaba desconocer el código, pero seguramente estaba siendo espiado, por eso cancelaba el encuentro. Otras veces perseguía un auto entre el tráfico de las avenidas, algún auto negro medio sospechoso era fruto de mi análisis y espionaje exhaustivo. Luego de  varios escapes a alta velocidad y maniobras riesgosas llegaron un par de multas y me echaron.- El tipo hablaba de lo más tranquilo, pausado, con palabras claras y expresadas prolijamente, como si siguiera un libreto. No dudaba, ni pensaba demasiado las palabras, como si ya hubiera pensado varias veces ése mismo momento, o como si ya hubiese contado mil veces lo mismo anteriormente.
-Después durante un tiempo tuve un maxi quisco en casa, al principio funcionó bien y vendía bastante. En esa época ensayaba una comedia, pero tomé la precaución de instalar una cámara de seguridad para registrar los momentos mas destacados. Contaba chistes a los clientes, e incluso practicaba graciosas acrobacias. Simulaba pisar una cáscara de banana y caer estrepitosamente, o apilar latas de arvejas para luego tropezarme y tirar la pila a la mierda. La gente experimentaba emociones mezcladas, algunos reían a carcajadas, pero otros me miraban como pensando “este viejo esta medio gagá”. Comprobé que mi efectividad como comediante no era la mejor.-
Frunció la boca, como si se arrepintiera de esa faceta de su vida. Sacó un arrugado y pobre atado de cigarrillos del bolsillo interior de su sobretodo y me convidó. Decidí aceptar para evitar otra reprimenda. Extrajo luego un encendedor a bencina, la llama luchaba contra las  inclemencias del clima, pero se las arregló para encender ambos cigarrillos.
-El karate tampoco tuvo mucho éxito. Había llegado a un arreglo con un vecino físico culturista  para que actuara, yo no le cobraba las galletitas y a cambio él ofrecía sus escasas facultades histriónicas. Cuando había clientes el pretendía asaltarme, pero lo abatía con certeros golpes de artes marciales. El público no acompañó la propuesta teatral. Me deprimí, estuve mal un largo tiempo. El local se vino abajo, y no tenía ni ganas de levantarme de la cama. Pasé unos meses bastante complicados amigo, no se imagina. Estaba ahí tirado, y no tenía a nadie que me levantara el animo, que me ayude. Sin embargo, es como dijo Balzac, “En las grandes crisis, el corazón se rompe o se curte”. Comprendí que debía ponerme de pie y reponerme por mí mismo, me di cuenta que nadie iba ayudarme.-
El viejo adoptó inconcientemente otra postura, o quizás era parte de su actuación, irguió levemente su torso y sacó pechó. Festejé su forma de pensar con un comentario de apoyo, que pareció no oír. Pensé en palmearle la espalda o poner mi mano sobre su hombro, pero seguramente lo tomaría como un acto poco masculino.
-Finalmente comprendí que mi tarea era inútil, mi pensamiento distaba mucho de la realidad. Entendí por qué la gente siempre dice que las cosas buenas pasan solo en las películas. Acepté definitivamente que la vida no es una comedia, ni una aventura de espionaje, y mucho menos una vibrante aventura de peleas callejeras. La vida no nos tiene sucesos fantásticos preparados en cada esquina, ni momentos de excitación y heroísmo. Llegué a la triste conclusión de que la vida es solo un drama, una tragedia, ya que al personaje principal lo espera siempre el inevitable final de su muerte. La vida acarrea una desdicha constante y eterna, la única manera de luchar contra eso es saber cuando darle un cierre dramático a la historia. Hay que saber cuando la novela no da para más, y cerrarla antes de arruinarla.-
No sabía que decirle a este anciano loco, quería calmarlo un poco, hacerlo cambiar de parecer. Lo único que atiné a decir fue una estupidez. -Pero no sea tan drástico, hay que reponerse y seguir adelante. Todavía queda mucho por vivir.-
-Mire, yo no quiero pasar mis últimos años internado en un asilo, o en un hospital. No sería un buen final para la película. Ya tengo el final perfecto, tengo todo listo, hasta preparé el guión. Solo necesitaba un público, un espectador.-
Dicha esas palabras el anciano hizo una escueta pausa, me miró con sus tristes y neblinosos ojos, no emitió palabra, ni siquiera un adiós, y se arrojó al agua. El embravecido mar lo engulló en un profundo abismo de espuma y niebla. El silenció reinó en la soledad, el estruendo producido por el abatimiento de la marea ya era parte de mi. Me puse de pié, le ofrecí al pobre tipo un minuto de silencio y me fui.
Caminando por la playa de regreso a mi morada, mientras aun me preguntó si esta historia la viví o fue producto de mi insana imaginación, puedo afirmar que verdaderamente comprendo al sabio anciano, la vida no es más que una tragedia.
Observé desde la escollera mis pisadas marcadas en la arena húmeda, y el embravecido mar, el retrato mío en esa inmensa locación era una espectacular escena final para la película del viejo. La cámara baja lentamente, y hace primer plano en una petaca de plata traída por las olas. La imagen se desvanece.Fin.


sábado, 5 de mayo de 2018

Cuento: "El valle de la Luna" (2013)







Una reunión de filatelia suele ser un lugar sumamente interesante, las diferentes tipologías de seres extraños que se encuentran allí forman una clase especial de personas. Fanáticos del arte en miniatura, obras maestras de no más de tres por cuatro centímetros, las hay de todo tipo, a color, en blanco y negro, monocromáticas; con rostros de próceres, con animales autóctonos, monumentos históricos, escenas de batallas y hasta jugadores de futbol, cada categoría tiene sus adeptos. Había en el inmenso salón de exposiciones en el cual se desarrollaba el evento, cientos de puestos, desde los inmensos auspiciados por empresas de correos y empresas privadas, hasta los diminutos consistentes en una o dos mesas y una silla. Entre todos esos puestos deambulaba Adolfo, con un bolsito cruzado colgado de su hombro derecho. Lo sujetaba fuertemente con su brazo, como un padre aferra fuertemente la mano de su hijo al cruzar una transitada avenida. Caminaba entre la multitud, procurando evitar colisionar con quienes circulaban en sentido opuesto por los angostos pasillos. Muchísimos adeptos a este cada vez menos popular pasatiempo se encontraban allí reunidos, muchos con lupas colgadas del cuello, todos con su carpeta especial para conservar propiamente sus flamantes adquisiciones. Adolfo se diferenciaba del resto por un rasgo particular, el no estaba comprando estampillas en los puestos, el estaba vendiendo recuerdos, subastaba memorias. 
La vida de Adolfo podría decirse que ha sido complicada, al menos en su etapa adulta. Su infancia fue perfectamente normal, nacido y criado en un hogar lleno de amor y cariño. Sus padres pasaban por un buen momento económico allá por los sesentas, por lo que concurrió a los mejores y más oligarcas colegios, supo tener muchísimas amigos y una niñez verdaderamente feliz y sin preocupaciones. Quien le inculcó el interés en los sellos postales fue su abuelo paterno, el cual era también un asiduo aficionado. En su cumpleaños número siete le obsequiaron a Adolfo el primer álbum, junto con una pila de estampillas atadas con una banda elástica. Aunque gastadas y de poco valor, servirían para incentivar en el joven la pasión por los sellos. Algunos repetidos, rasgados y descoloridos, para el niño representaban el comienzo de una pasión. Desde ese momento, una vez por semana Adolfo adquiría al menos una estampilla para su colección, completaba clasificadores, colecciones y ediciones especiales. Cada estampilla pasó así a contener los recuerdos de esa semana en la cual fue adquirida. 

-Por esta te puedo dar ochenta y cinco pesos- Decía el inescrupuloso comerciante del puesto veinticinco de la exposición, mientras se rascaba la brillosa pelada con la mano derecha. -Es que tiene el dentado roto, y eso la desvaloriza bastante. No se si podré ubicarla después-. Adolfo le ahorró el chamuyo al tipo y se resignó a la plata acordada, estaba demasiado necesitado y a la vez cansado como para discutir. Era un hermoso ejemplar de una estampilla Argentina con el rostro de San Martín, de 1877 con goma original. Ese sello significaba para él un recuerdo de su infancia, le recordaba a su  abuelo. En la semana que compró esa estampilla, el queridísimo nono pasó a mejor vida. Era un cinco de julio, y Adolfo tenía tan solo doce años en ese entonces. Fue en el ‘85, el año de la última gran inundación en el pueblo, el cielo parecía llorarlo al pobre Braulio. Con toda la tristeza del mundo fue el pequeño Adolfo a la entonces Unión de Correos, y con todas las monedas juntadas en un frasco de mermelada viejo eligió al gran San Martín entre los demás héroes de la patria.

-Hmmm…- Era el único sonido que emitía el pendejo de otro puesto a la vez que se tomaba el mentón, con gesto inequívoco de pensamiento. Estaba analizando seguramente por cuánta plata lo iba a cagar. El maravilloso sello que sostenía en su mano era nada menos que uno cubano, del año siguiente a la revolución, con el rostro inmutable y desafiante del Ché. Era de la primera tirada, y estaba en perfectas condiciones.
-Mirá, si fuera por mí te daría un poco más, pero ésta estampilla tiene poca salida viste. La gente ahora se vuelca más a otro tipo de cosas, lamentablemente te puedo ofrecer ciento quince nada más.- El pendejo no tendría más de veinticinco años, arito en la ceja derecha y un peinado horrible e indescriptible a la vez. Éste pibe lo estaba afanando, éste niño que no conoció la pasión de la filatelia, que no conoció el correo. Éste nene que jamás recibió una carta que no sea la boleta de la luz, que nunca mandó un telegrama que no sea el de renuncia a algún trabajo. Éste pendejo que jamás recibió una carta de amor, rociada con el dulce perfume de la mujer amada. Nunca supo lo que es sentir la expectativa y la emoción de abrir un sobre, escrito con tinta azul y sellado numerosas veces, con el rótulo de “vía aérea” en el extremo izquierdo superior.
-Bueno está bien, no te hagas drama- Adolfo le ahorró el verso al pendejo, se resignó una vez más y aceptó la oferta, ya estaba podrido de discutir con todos esos chupasangres.

Con esos pocos pesos encima, que esperaba poder racionarlos lo suficiente como para que duren un par de semanas al menos,  Adolfo volvió a su departamento. Éste se encontraba completamente vacío, el escaso mobiliario que alguna vez lo supo decorar debió ser vendido, en una desesperada búsqueda por dinero, tan solo quedaba un antiguo y achatado colchón de dos plazas en un rincón del mono ambiente. Hacía un par de años que no tenía trabajo, desde que la fábrica de corpiños en la que se desempeñaba cerró sus puertas, se vio obligado a medidas extremas para su supervivencia. “La calle está jodida” se decía una y otra vez a modo de autocomplacencia ante las inútiles y poco fructíferas entrevistas de trabajo que conseguía. Ya no era un pibe, estaba pisando los cincuenta y la oferta laboral para ese rango de edad es prácticamente nula. Ingresó a la fábrica a los veinte años, por lo que tampoco contaba con  una vasta experiencia en otros rubros, lo único que sabía hacer era poner los aros de metal en los brassiers. La verdad es que era feliz en su antiguo empleo, por lo que tampoco se interesó jamás en buscar otras ofertas. Era un horario bastante flexible y no trabajaba los fines de semana, lo cual le permitía el disfrute de los bailes y el regocijo de las mujeres de vida licenciosa. Le encantaba la noche, los puterios y los salones de juego, era un “picaflor” según su vocabulario. Sus conocidos o pseudo amigos podían clasificarse en dos grandes grupos, los que lo conocían en su faceta de tipo serio y acérrimo filatélico, y el grupo que lo relacionaba con la noche y la joda, estos dos grupos funcionaban completamente separados y cada uno ignoraba la existencia del otro, él se empeñaba en que así lo fuera. Es que para la mayoría de las personas estas dos condiciones parecían imposibles de coexistir, los borrachos del bar lo hubieran tildado de puto o de gil si supieran de su afición, y los coleccionistas que es un grupo muy cerrado y chapado a la antigua podrían discriminarlo por sus descontroles nocturnos. Incluso sus amantes o parejas ocasionales tampoco eran puestas al tanto de esto. Adolfo se sentía a veces un pelotudo con el tema de las estampillas, sobre todo cuando veía la sarta de giles que frecuentaban las convenciones y se comparaba con ellos, pero era algo que era más fuerte que él. Desde niño no pudo evitar concurrir semanalmente al correo, al negocio especializado o a alguna reunión de adeptos, y dejar grandes cantidades de dinero allí. Era una pasión, era una vía de escape a su soledad, era el recuerdo de una vida más feliz, cuando su abuelo vivía y la familia se reunía todos los domingos, cuando los amigos eran verdaderos y la inocencia aún perduraba. Cada pieza de su colección contenía una anécdota o una memoria, que si se las unía formaban su vida completa. 

-¿En qué te puedo ayudar Adolfito?- El anciano con una fingida sonrisa de comerciante le dio la bienvenida a su ancestral y fiel cliente. Hacía muchos años que se conocían, el anciano solía ser amigo del padre de Adolfo y a la vez sus padres también tenían una fuerte relación afectuosa. “La casa de los siete sellos” era un lugar muy peculiar, pequeño y un poco obscuro. Unas rejas color verde inglés daban a la calle, por delante de un polvoriento vidrio y unas cortinitas estilo americano. En el interior solo había un mostrador de vidrio con algunas ediciones limitadas o conmemorativas de algún evento, sobre el cual se encontraban dos lupas de diferente tamaño, una pequeña lámpara, y una pincita tipo de depilar. En la pared del fondo podían verse unas repisas repletas de archivadores con mercancía. El lugar tenía un aire místico, como mágico. Esa especie de espíritu que suelen tener los lugares repletos de historia, esa solemnidad de biblioteca o de museo.
Luego de los saludos correspondientes que obedecen las reglas de cortesía se avocaron a los negocios. 
-Mirá Raúl, necesito vender estos sellos, ando un poco corto de guita y no me queda otra.- A la vez que decía esto sacó de su bolsillo del saco una bolsita de grueso nylon, con algunos dentro. Cuidadosa y delicadamente abrió el sobrecito y las volcó sobre el mostrador. El anciano tomó sus pinzas y la lupa que se encontraban a su diestra y las examinó las estampillas una por una. 
La primera era un sello conmemorativo de Bernardo Houssay, premio Nobel de medicina y fisiología en 1947. La compró allá por el ochenta y nueve, la semana que la conoció a Clarita, la única mujer seria de su vida. Fue en un barcito de recoleta, su primer encuentro no tuvo nada de especial ni misterioso, solo estaban los dos tomando algo en la barra y él se le acercó y comenzó a chamurrarla. Ella estudiaba medicina, y el doctor Houssay era un referente profesional para ella, por lo que cuando vio el sello en un escaparate de Expo filatelia no dudó en adquirirlo.
Era una joven encantadora, llena de vida y de ilusiones. Aún conservaba la esperanza de un futuro próspero fruto del esfuerzo y la constancia, a diferencia de Adolfo que ya había experimentado la falsedad y la inmundicia del mundo convirtiéndolo en un tipo descreído y escéptico de todo acto de bondad. Era justamente ese espíritu jovial e inocente lo que más lo atraía de ella, más allá de la belleza física. Era una chica petisita, de pelo corto y unos enormes ojos marrones, de bellas proporciones y armoniosos rasgos.
-Te puedo dar cincuenta mangos por esta- Dijo Raúl sin apartar la vista de la lupa, -Está en muy buenas condiciones y es poco común. Tal vez pueda ubicarla con un flaco que viene de vez en cuando que es médico y seguro le va a encantar, si le llego a sacar un poco más yo te aviso-. Sin esperar respuesta alguna de su interlocutor, la dejó a un lado y tomó la siguiente con la misma delicadeza y parsimonia que la anterior. 
-¡Uh esta va a ser muy difícil de vender! Una serie conmemorativa del mundial del ochenta y dos...salvo alguno muy fanático, pero sabes que ese no fue un mundial muy bien recordado por los argentinos. Que raro vos con este tipo de cosas, no sos muy fanático del futbol.- El viejo permanecía con la vista fija sobre la lente, bajo la luz de la lámpara de escritorio.
-La compré cuando me enteré que Clarita estaba embarazada, quise comprar algún sello que pudiera interesarle a mi futuro hijo. Tal vez podría gustarle el futbol como a todos los pibes. ¡Se nota que yo quería un varoncito!-
-¿Tenés un pibe? Mira vos, no sabía... ¿lo hiciste filatélico también?- Un extraño sonido salió de la ronca garganta del sujeto, algo similar a una carcajada.
-Se llama Gabriel, al otro día que nació fui a comprar el sello éste- Adolfo señaló uno de los sellos restantes sobre el mostrador, el cual el viejo tomo cuidadosamente con las pinzas. Sus manos estaban manchadas por la edad, y sus dedos índices y mayor tenían un tono amarillento a causa  del tabaco. -Es un sello del Crucero General Belgrano, salió ni bien terminó la guerra y pensé en que pudiera tener algo para recordar la época de mierda en que le tocó nacer.- El viejo le brindó una mirada a su interlocutor, como compartiendo la opinión sobre esos cruentos años de nuestra historia. Luego de un momento de silencio reflexivo, el anciano continuó examinado las estampillas y emitiendo algún comentario sobre alguna que otra. Al llegar al final de la pila, se encontraba una hermosa y extraña pieza, era un ejemplar argentino del Valle de la luna en San Juan, sin dentar.
-Ésta no la vendo Raúl, ya sé que está bien cotizada pero igual no la pienso largar- El viejo indagó sobre la causa de esta caprichosa negativa.
-Esa la compré la semana en que mi mujer se fue de mi casa, se enteró que yo andaba con otra loca y me hizo un escándalo, me echó a la mierda.- En realidad esa loca, como Adolfo la llamó, había sido una relación paralela de un año y pico, y tampoco era la única infidelidad que había cometido. -Fui a tomar algo al bar de la esquina y pasé la noche en un hotel de mala muerte para darle tiempo a que se calme, cuando volví al otro día se había ido a la mierda con el nene. Nunca más los vi a ninguno de los dos. Yo estaba destruido, imaginate. Cuando fui al negocio de filatelia y vi ésta no pude evitar llevarla. Ese desértico y despojado paisaje se asemejaba demasiado a como me sentía por dentro en ese momento. Me sentía vacío y demasiado solitario, el departamento parecía inmenso en la soledad.- Empezó a ponerse mal, el recordar todas esas cosas le traía malos pensamientos. El viejo, sabio como todos los ancianos, percibió esto en el rostro de Adolfo, por lo que cambió rápidamente de tema con tal de no tener que aguantarlo. Le pagó lo que habían acordado por los sellos, puso el restante en la bolsita y se lo devolvió.

El departamento se encontraba completamente vacío a su regreso, a excepción de su flácido y antiguo colchón. El silencio era abrumador, no pudo evitar sentir una profunda desazón y una tristeza desgarradora. Tomó algunos pesos de los que recientemente había conseguido, y compró un whisky de los más económicos en el supermercado chino de la esquina. En sus buenas épocas, o en las mejores rachas de suerte con las apuestas, solía comprar importado, Jack Daniel’s etiqueta negra, pero las condiciones actuales le impedían rotundamente ese placer. Se sirvió en un vaso descartable, y sentado sobre el colchón permaneció con la vista perdida en la pared. Pasaron horas, o tal vez solo unos minutos, pero desfilaron por su cabeza numerosos instantes de su vida, recordó a sus cariñosos padres y a un siempre presente abuelo. Los momentos compartidos en aquella época más feliz con su ex mujer, y su hijo que ya debería tener como veintiocho años. Tal vez era la soledad, tal vez era el alcohol, pero comprendió que su rol de padre no había sido de los mejores. Sus ausencias, sus escapadas por las noches, y finalmente su falta de voluntad para volver a encontrarlo.
Gabrielito tenía cuatro años y siete meses la última vez que lo vio. La verdad es que hace recién unos cinco o seis años que se dedicó a buscarlo. Años de soledad, una crisis de los cincuenta, melancolía, o arrepentimiento fueron talvez alguno de los motivos que llevaron a buscar a su hijo. Internet ayudó muchísimo, Adolfo no tenía ni idea sobre computadoras, pero el pibe que trabajaba en el cyber lo ayudó. Averiguó que vivían hacía años en Moreno, que el muchacho estaba estudiando Arquitectura en la U.B.A, y que hacía varios años que estaba de novio con una bella joven llamada Julieta. Consiguió su dirección y le envió varias cartas, pero no obtuvo respuesta de ninguna de ellas. Las enviaba en un Sobre bolsa Medoro 19 x 24 cm con solapa engomada, escribía con pluma fuente sobre hojas de 125gr (todos datos inútiles que sólo un filatélico fanático podrían interesarle). Durante los últimos meses le envió una carta semanal por vía aérea desde la casa central del correo en Sarmiento 151, le contaba de su vida, de su actualidad, de sus estampillas, le expresaba sus ganas de poder verlo algún día, y siempre se despedía con un afectuoso saludo. “Te deseo lo mejor hijo mío, y que la vida te permita ser mejor padre de lo que yo pude ser.” 
Solo en su habitación, un poco borracho y ya sin cigarrillos para fumar, se puso a escribir con la pluma que le había regalado su padre al cumplir dieciocho. Con lágrimas en los ojos, y con la certeza de que ya no tenía absolutamente nada más que perder en su vida, escribió una carta, que era más un ruego que una disculpa. Rogaba por la oportunidad de un reencuentro. Era la primera vez que consideraba posible una reunión, nunca antes se le había ocurrido posible, pero pasaba por un momento que ya nada le importaba, estaba jugado. Con lágrimas en los ojos abrió su corazón, los más profundos sentimientos y las más sinceras justificaciones surgieron. Solo le pedía un café juntos, no pretendía ser el padre que nunca fue, solo una charla. 
Se despidió, firmó y dobló la hoja de en tres. La guardó cuidadosa y parsimoniosamente en el sobre, cuidando de no arrugarla ni ensuciarla, con la lentitud provista por el whisky ingerido. Tomó la última estampilla de su colección, la del Valle de la luna, la lamió y la pegó con delicadeza en el vértice izquierdo superior del sobre. Completó los datos con letra manuscrita intentando hacerla más clara de lo usual, para evitar errores. Algo tambaleante fue hasta el quiosco de la esquina y depositó el sobre en un mini buzón de Correo Argentino que había en la puerta del negocio. 
Los días siguientes al envío de la carta fueron bastante normales, Adolfo se las arregló con los pocos pesos que tenía para comer algo y comprar algunas botellas de licor. No tenía nada para hacer, por lo que pasaba las tardes sentado en plaza congreso, a pocas cuadras del departamento, mirando la gente caminar y las palomas volar. Pensaba en lo insignificante del ser humano, en la cantidad de gente que circulaba junto a él y lo ignoraba. Reflexionaba sobre su vida, sus errores y sus aciertos, y sobre todo pensaba en su hijo. 
-Maldito sea el día que lo dejé ir de mi vida- se decía una y otra vez. Se preguntaba cómo habría sido la niñez de aquel muchacho sin un padre, como habría crecido y convertido en un hombre. Tal vez ya había formado su propia familia, y quizás hasta lo había convertido en abuelo. Posiblemente ya se hubiera recibido de la facultad y tuviera éxito en su profesión. De algo estaba verdaderamente seguro, de que seguramente ya no lo recordaba, y se había olvidado de él. Lo más probable era que ni siquiera tuviera intenciones de conocer a su padre, a un padre que siempre fue ausente, pero Adolfo estaba jugado, no tenía nada que perder, y solo quería verlo al menos una vez para pedirle perdón.
El martes fue a lo de Raúl, pero no para comprar o vender sellos, sino para pedirle prestado un traje. El viejo tal vez no era el más indicado para pedirle eso, pero era el único con el que podía contar en ese momento de su vida. Quienes supieron ser sus amigos fueron alejándose, formando familias o falleciendo a temprana edad gracias a los placeres de una vida libertina. El traje era gris clarito, ajustado y con las solapas un tanto anchas para la moda actual, pero de todas maneras mejor de lo que Adolfo disponía. En sus épocas de playboy, cuando frecuentaba bailes y bares en busca de levante, vestía con los mejores trajes y camisas de primera marca, zapatos italianos y perfumes importados; pero la crisis lo obligó a vender sus lujosos atavíos en casas de ropa usada por unas míseras monedas.
A la mañana siguiente se levantó bien temprano, se bañó, se perfumó como corresponde y se puso el mencionado saco gris de solapas anchas. Fue a la peluquería que frecuentaba desde hacía treinta años, donde un sexagenario de temblorosas manos le cortó el pelo, lo peinó a la gomina y lo afeitó con navaja. Adolfo llegó temprano al bar, y optó por una alejada mesa del sector fumadores, se pidió un cortado como para hacer tiempo y le mangueó un cigarrillo a un tipo que estaba sentado en la mesa de junto. Miraba el reloj de la pared y mientras fumaba pensaba en cómo sería ese momento, en las palabras que usaría; no sabía si lloraría de la emoción o si lograría mantener un perfil serio. Pensó en la cara que pondría su hijo, en las cosas que le diría o que le reclamaría. Especulaba nervioso en un montón de cosas, mientras miraba el reloj. Los minutos pasaron, luego las horas, y nadie aparecía. Su hijo lo conocía por que él le había mandado varias fotos en sus numerosas cartas, así que era imposible que no lo encontrara. Trascurrieron dos, tres horas, y varios cafés, pero nadie aparecía. Su hijo, su única descendencia, su propia sangre lo despreciaba, con cada minuto que pasaba a su alma se le caía un nuevo pedazo. No lo culpaba por no querer volver a verlo, pero esperaba que Dios existiera y le permitiera arrepentirse de su error, y poder pedirle perdón desde lo más hondo de su ser. Ya resignado y llorando,  Adolfo se fue corriendo del bar sin pagar, ante el grito de uno de los mozos. Corrió hasta la cercana estación de Once y se arrojó al paso de uno de los trenes que estaba arribando con lento pero firme andar. Falleció en el acto.
Mientras tanto, en su solitario y vacío departamento una carta se desliza por debajo de la puerta. Un sobre con una estampilla del Valle de la luna, y unas grandes letras rojas impresas digitalmente que rezaban “Sello postal no válido”. La estampilla del valle de la luna había dejado de circular oficialmente hacía un par de años, por lo que el correo la devolvió al remitente. 


sábado, 28 de abril de 2018

La reencarnación del buda


He tenidos varios trabajos en mi carrera laboral, repartidor en bicicleta de pólizas de seguros, vendedor de celulares, en un ciber café, en un laboratorio agrícola que por poco hago explotar, en una fábrica de fideos y galletitas, vendedor de sistema de televisión satelital, operador telefónico de una remisera, profesor de inglés…pero sin lugar a dudas la que más llegué a detestar fue la de animador de fiestas infantiles. Ustedes se preguntarán cómo llegué a una tarea tan degradante, el asunto es que mientras estaba en un laburo previo, el cual yo creía estable, compré una moto, de la cual algunos pagos debían ser en cuotas mensuales. Al tercer mes me echaron y debí hacer lo que fuera por terminar de saldar la deuda, y eso incluía la animación.
Cuando comencé supuestamente era para ayudar con el traslado y armado de los castillos inflables que eran por demás pesados y voluminosos, pero luego las tareas fueron mutando y terminé realizando tareas diversas, tales como pasar música, mantenimiento del salón de fiestas, maquillaje artístico a los nenes, globología (hacer perritos y pavadas con esos globos largos y delgados), y lo peor de todo disfrazarme.
Fue durante una tarde de verano que la historia que voy a contarles tuvo lugar, quizás algunos no la crean, pero puedo asegurarles que fue cierta. Era una pomposa fiesta de cumpleaños para un niño pudiente en una quinta con pileta y un enorme parque. Como era de suponerse contrataron el servicio completo, por lo que nos presentamos allí con tres castillos inflables, un payaso, música, maquillaje, un dibujante que realizaba caricaturas de los invitados, servicio de comida, torta, etc. Luego de armar todo bajo el inclemente sol y transpirar como prostituta en la iglesia, llegó el momento más humillante, el de disfrazarme de Barney (para los que no están familiarizados es un dinosaurio violeta). Con el traje encima, que parecía pesar una tonelada con los treinta y cinco grados de temperatura, y la cabeza gigante hecha de goma espuma, debía bailar un rato y a la vez realizar algunas figuras con globos. El problema fue que la edad de los niños era mixta, había desde los tres o cuatro hasta algunos de once, siendo estos últimos unas criaturas salvajes, la piel de Judas diría la maestra de música Olga que teníamos en la primaria. A los mayores ya no les atraía en lo más mínimo el dinosaurio Barney ni los globos, solo querían hacer maldades.
A la vez que bailaba como un idiota al ritmo de la estupida música infantil, intentaba entretener a los más chiquitos. Mientras los salvajes mayores me pateaban los tobillos, me empujaban, y tironeaban del traje. -¡Vos sos el que estaba recién fumando en la puerta!- gritaban algunos empeñados en desbaratar los pequeños vestigios de magia que podían ver los nenes en ese horrible, sucio, manchado y zurcido traje de dinosaurio. Por suerte de forma disimulada pude devolverles algunos golpes sin que los padres pudieran notarlo, algún que otro cachetazo en la nuca, o un empujón, quizás hasta alguna amenaza, pero nada criminal. Afortunadamente toda tortura llega a su fin. Cerca de una hora después, luego de perder cerca de un litro de sudor y casi el conocimiento también, pude dar por finalizada mi función. Detrás de unos arbustos me quité el traje y recuperé la identidad, también algunos vestigios de dignidad que me quedaban. Sin poder irme ya que debía plegar y cargar los inflables luego de finalizada la fiesta, salí a la calle con una botella de agua llenada de la canilla, caliente (los padres del cumpleañero eran muy ratas y miserables, no convidaban ni un vaso de gaseosa siquiera). Sentado en el cordón de la vereda sacie parcialmente mi sed, me mojé un poco la cabeza y me prendí un pucho a la sombra de un árbol.
-Tomá pibe, te lo merecés.- Me llamó la atención una mano con una cerveza fría, parecía ser una aparición divina, luego de tanto sacrificio finalmente la providencia me trae una pequeña recompensa. 
–Estuviste muy bien adentro del disfraz, te bancaste a esos pendejos insoportables y te aguantaste todo, la verdad respeto mucho tu actitud pibe, me haces acordar a cuando yo tenía tu edad.- El que me hablaba no era un tipo de cincuenta años, era el dueño del cumpleaños, un niño de cinco años, por lo que me parecía por demás extraño que me hablara de ese modo. Llevaba pantalones cortos, y sus delgadas rodillas percudidas de jugar al futbol parecían endebles.
- Mis viejos son bastante ratas, me disculpo por ellos, pero a pesar de todo no son malas personas, una vez que los conoces son muy buena gente. A veces me avergüenza el hecho de que sean tan amarretes pero supongo que es normal que nuestros viejos nos avergüencen de vez en cuando, o que no sean perfectos. ¿Debería hacer un calor bárbaro dentro de Barney no? Yo en una época laburaba en una fábrica de colchones ¡Lo que transpirábamos en ese galpón! Por eso mismo es que aprecio tu laburo, porque entiendo el sacrificio y el sufrimiento. mis viejos nacieron con guita y así morirán, por eso es que no saben apreciar el trabajo de los demás, como toda persona de plata piensan que los demás están solo para servirlos, que son todos empleados de ellos, nunca un agradecimiento al jardinero, nunca un reconocimiento a la niñera, jamás una felicitación.- No podía creer que un nene de cinco años con una caricatura de conejo en la remera me estuviera hablando de trabajar en una fábrica, o que pudiera cuestionar con tan temprana edad el comportamiento de sus padres. Aparentemente mi rostro enunciaba la incredulidad, ya que sin que yo dijera palabra alguna, el nene aclaró mis dudas.
-Mirá, yo te voy a contar algo y espero que quede entre nosotros, yo sé que vos vas a guardar el secreto. Yo no soy un chico normal, tengo el…defecto o la virtud, no sabría cómo llamarlo… la peculiaridad ponele, de recordar mis vidas pasadas. De algunas reencarnaciones tengo solo fragmentos en la memoria, de otras nada, las que más tengo en la memoria son las últimas dos o tres. Todos dicen que en una vida pasada fueron Napoleón, o la Princesa de Monaco, Gengis Khan, o al menos  un duque o un gran atleta… yo fui bancario, cocedor de colchones, y albañil, nada del otro mundo, pero juro que labure mucho y te puedo asegurar que no sirve para una mierda. Si no haces nada alguien siempre te va a facilitar las cosas, o el gobierno te proporciona un subsidio de desempleo, o la gente te facilita cosas, te dan comida, limosnas, ropa que les sobra… hay comedores, y organizaciones que ayudan a los carenciados…y sino hacete artesano, vende collares y pulseritas, los hippies no tienen ningún drama con el dólar paralelo, el precio de la soja, el petróleo, el riesgo país, la inflación, la crisis mundial, viven felices sin que nada les importe un pomo, lo único que les interesa es que alcance la plata para comprar marihuana. Cuando cumplís sesenta y cinco, y finalmente podes jubilarte ya sos demasiado viejo para disfrutarlo, no podes viajar porque te duele todo el cuerpo, no podes hacer deporte, no podes escribir porque te olvidas todo, ni siquiera podes comer tranquilo entre la presión y el colesterol. La vida se te va en un suspiro, un tercio de la vida desperdicias en el laburo, ¿y a cambio de qué? Un día cierra el banco y te echan a la mierda, les importás un comino. Andá flaco, rajá de acá y disfruta la vida, Salí a tocarle el culo a las chicas, y a patear tachos de basura. Andá a tocar timbre y sali corriendo, a jugar a la pelota, aprovechá a disfrutar mientras puedas.- Gesticulaba mucho con sus pequeños brazos que parecían de juguete por lo delgados, los sacudía con fuerza señalando el horizonte. Hizo una pausa, odenando sus pensamientos, y me dijo esta frase: -Todo pasa tan vertiginosamente, que a veces el pasado se nos confunde con el futuro.-
- ¡Lo que me estás diciendo es impresionante! ¿Porque no salís a contar tu historia al mundo? Ayudarías a millones de personas, le darías esperanza a los enfermos del mundo, saber que existe la reencarnación resolvería la pregunta existencial máxima, la religión tendría al fin sentido, el vacío interior se llenaría en cada uno de las personas, la angustia eterna al más allá dejaría de pesar en la conciencia de los humanos, cambiarias el mundo…-
-Pará, pará, pará… primero que nadie va a creerme, ya hay decenas de personas expresando lo mismo que yo en internet y nadie les da bola, ¡vos ni sabés que existen! Y segundo que, a pesar de todas las cosas que fui, también fui hijo, y fui papá. Yo sé lo que se siente perder a un hijo, y no quiero quitarles a mis viejos la felicidad diaria de ser padres, no podría hacerles eso. Además así estoy fenómeno, me tratan como a un rey, me malcrían… ¡y encima tengo una niñera que no sabés lo que está!- Hizo unos gestos por demás evidentes, señalando los abultados atributos físicos de la joven. Dándome una palmada en el hombro, cambió de tema. -¿Querés otra cerveza? Te traigo si queres…-
-No, gracias. Ya hiciste demasiado por mí.- Le devolví el envase vacío y me fui, caminando por la sombra. Que junte Magoya los castillos inflables, y la próxima que se disfrace otro de Barney, yo por mi parte, voy a disfrutar de la vida.

miércoles, 25 de abril de 2018

Amor clandestino


Le arranco la camisa, los botones vuelan, con el hambre de un náufrago nos consumimos mutuamente la boca, nos besamos salvajemente mientras manoseo su cuello con mis manos. Me quita la ropa a tirones, y deja salir esa faceta furiosa y febril. Ese look de oficinista me vuelve loco, tan pulcra y ordenada con sus pequeños anteojos de marco negro, y a la vez tan indecorosa con sus medias  de red y el portaligas de encaje... Rebotamos contra los azulejos en las paredes del baño, mientras lacero con mis dientes los negros lunares de sus senos. Sin darnos cuenta, activamos el ruido a turbinas de un secador de manos y, casi instintivamente, nos encerramos en un cubículo. Apenas alcanza a trabar la puerta, y ya la tomo por detrás, le beso la nuca y nuestros brazos se suman, se multiplican. La agarro del pelo mientras desarmo ese prolijo y hasta prepotente rodete negro. La hago agachar brutalmente tironeando de pasión. Su espalda es hermosa, perfecta. Su piel es casi traslúcida, blanca como la nieve. Solo un travieso tatuaje en su costado derecho interrumpe aquella escultura de mármol. Le dejo el corpiño puesto, pero le levanto la minifalda, sus nalgas resplandecen.  Bajo mis pantalones, corro su diminuta ropa interior blanca y...
Un viejo pelado me interrumpe, nos interrumpe, se mete entre nosotros y me la quita, se la lleva, nos corta la inspiración. Un tipo de bigotes de unos sesenta y pico y con cara de milico, el desgraciado corre ruidosamente la silla y me hace volver a la realidad del bar. Trato de incorporarme, me acomodo en la silla y miro en derredor para ver que nadie me estuviera observando. Es allí cuando veo que ella tenía sus claros ojos incrustados en mí. Eran pardos, una rareza, una mezcla extraña de verdes y marrones muy suaves que variaban dependiendo del día, o, quizás, de su estado de ánimo, no lo sé, pero no había dos días en los que tuviera los mismos ojos. Nuestras miradas se cruzan, ella sentada al otro extremo del bar sabe lo que quiero, lo que me consume de deseo, sabe que la preciso, la exijo. Solo con verme nota que ardo de necesidad, que me urge su presencia. Asentí con la cabeza, ella también, se levantó y caminó hacia mí, solo  bastó un gesto para que nos entendiéramos. Sus tacos altos sonaban contra el piso de madera, a la vez que mi corazón se aceleraba, su cuerpo se contorneaba como una tigresa al acecho, sus pechos vibraban a cada paso. Llegó y se paró junto a mí, su perfume dulce y, quizás, algo repugnante inundó la mesa. Feroz, pero todavía una dama, esperó a que yo dé el primer paso.
—Un café con leche, y dos medialunas —Mi voz tembló y seguro me sonrojé, porque un calor abrazó mis mejillas.
—Sí, como no, ya se los traigo —Una corriente helada de indiferencia sobrevoló su respuesta.
—Gracias.
Así como vino… se fue, y yo… continúe poseyéndola en secreto.

martes, 17 de abril de 2018

Cuento: "Una ginebra por favor"



Era el atardecer de un martes, cuatro de agosto para ser más precisos. Estaba bastante nublado y frío afuera, pero adentro del barcito del Turco la temperatura no variaba jamás. El espeso cortinado también impedía cualquier tipo de visión con, y desde el exterior. Bastante tétrico el lugar, solo iluminado por un par de tubos fluorescentes colgados de un extremadamente alto cielo raso, al estilo de las viejas contracciones de principios de siglo, como lo era este inmueble. Dos ventiladores de techo allá en las alturas, sostenidos  del machimbre pintado marrón obscuro, giraban lentamente haciendo circular el humo acumulado en lugar de refrescar. El bar del Turco era el único de la pequeña ciudad que ignoraba por completo la ley anti tabaco, casi orgullosamente. El doctor Zamudio yacía sentado solitario en la mesa junto a la ventana disfrutando de un Criadores, mientras ojeaba el suplemento económico del Clarín. Siempre utilizaba la misma ubicación, y era muy común ver clientes del bar hacerse atender en esa misma mesa por la módica suma de un Whisky importado. Un antiguo televisor colgado de un soporte a la pared del fondo, aportaba la única cuota de color y vida al lugar. El volumen estaba en cero, pero se veían imágenes de carreras de caballos y largas listas de posiciones.
Raúl Sotello, sentado en la banqueta de la barra miraba fijamente el vaso de vino blanco con jugo de naranja. Ya se había tomado cuatro, e iba camino al quinto. El hielo tintineó cuando apuró el líquido dentro de sus fauces. Depositó el recipiente vacío sobre la barra, y golpeando con el dedo índice sobre el borde del vaso, pidió otro. El Turco, dueño y único mozo se las arregló para verlo a pesar de estar en el otro extremo del mostrador, con esa especial percepción que solo tienen los verdaderos mozos de profesión. Se acercó con paso silencioso, mientras con un trapo de rejilla secaba una copa de vidrio muy berreta recientemente lavada.
-¿Que anda pasando Raúl?- a la vez que servía el contenido de la botella. Preguntó más por compromiso que por verdadero interés. El Turco era un tipo muy reservado y de pocas palabras, como un establecimiento de ese tipo lo ameritaba.
-Acá andamos… con problemas de mujeres,- lo sorprendió bastante la pregunta del propietario del lugar, dada la escasa locuacidad del mismo. -y lo que más me preocupan son los pibes. ¿Entendés? Si fuera por mí no hay drama, pero no quiero que los chicos tengan que pasar por este quilombo…son chiquitos todavía, uno tiene seis y la otra nueve.-
Al Turco no le cayó muy bien todo este palabrerío, era un tipo reservado y quería permanecer al margen de la vida personal de los clientes. Aseguraba que esto generaba un tipo de intimidad que terminaba en mangueo. Puso los ojos en blanco en un inequívoco gesto de hastío, al darse cuenta que no le quedaba más opción que quedarse a escuchar toda la historia.

Sin reparos y sin tapujos le contó todo el quilombo que tenía en pocos minutos, Sotello era un tipo directo y no tenía inconvenientes en decir las cosas como realmente eran.
-Soy un boludo- comenzó, a modo introductorio. El cantinero mentalmente compartió el pensamiento con su cliente, pero no dijo nada. Mantuvo un silencio sepulcral, era de escasas palabras el tipo.
-Hace unos cuantos meses me salió un laburo en Navarro.- Hizo una pausa para tomar, y prosiguió. -No sé si sabía que soy albañil, había que levantar un  par de galpones para una cerealera, por lo que teníamos para un tiempo bastante largo. Íbamos y veníamos todos los  días, salvo los miércoles que le pagábamos hasta tarde y nos quedábamos a dormir allá, como unos cuantos éramos de Lobos dormíamos ahí en la obra…la cosa fue así por un tiempo, rutinaria y aburrida, hasta que conocí una maestra de primaria separada. Vivía con el hijo, pero ya era bastante grandecito y estaba acostumbrado a un desfile de machos por la casa. La cosa fue bastante rápida, y a las dos o tres semanas ya tenía donde quedarme a dormir.-
A continuación, a medida que iba bajándose el nuevo vaso de vino, continuó con una exageradamente generosa descripción de la mina. El mozo en cuestión de segundos se dio cuenta que la mujer era un escracho total, pero como siempre no dijo nada.
El tiempo fue corriendo, pero el tipo era vicioso y no supo cuando parar. La supuesta obra en construcción llevaba ya casi seis meses, un tiempo más que prolongado. Siempre la piloteaba con excusas baratas del tipo -Tenemos que hacer unos galpones más-, o -Se complica por el clima, y vamos muy lento-.El asunto era que la mujer de Raúl, Gabriela, también era maestra, -¡Y…viste como son las maestras de chusmas!-. Aparentemente había una amiga y colega que trabajaba acá, en Lobos, pero estaba haciendo las practicas en la vecina ciudad, y no sé como mierda se enteró, pero lo mandó en cana. La mina se lo aseguró y se lo recontra juró a la esposa de Raul, incluso la convenció de ir hasta la obra un martes por la noche para corroborar la existencia de la misma.

-Parece que se fue hasta Navarro nomás, y le preguntó por mí al sereno del galpón en el que habíamos trabajado. El tipo le dijo la verdad, que hacía tiempo habíamos terminado y que ya no trabajaba más allí. ¿Qué me iba a imaginar que ésta loca iba a ir hasta allá?- Agachó la cabeza hasta casi tocar el borde del vaso.

-Recién hace un rato me agarró y me empezó a decir de todo, que era un hijo de puta, que la engañaba, que soy una basura y no sé qué más. No seque hacer. Yo me hice el boludo y me fui a la mierda. Le dije que la amiga le mentía por que estaba caliente conmigo, que me quería levantar. Pero no me creyó ni medio, y tengo miedo por los chicos viste...ellos no tienen la culpa...- No se sabe bien porqué, ni cómo, pero al Turco se le enterneció un poco el alma, era la primera vez que algún tipo de sentimiento se manifestaba en él, en este caso era compasión.
El propietario del lugar se ofreció a ayudarlo, pero exigió completa y absoluta confianza en él. El cliente aceptó sin pensarlo, conciente de que no tenía ninguna otra opción.
-Este miércoles venite acá a la noche, tipo diez cuando cierro, y trae el auto. A tu mujer no le des ninguna explicación.-

La noche en cuestión llegó, y Raúl apareció justo a tiempo. El Turco estaba cerrando la puerta, subió al auto y salieron.
-Mi mujer casi me mató cuando le dije que salía de nuevo. ¡Hasta me tiró con un plato por la cabeza!-Sotello se frotaba la nuca con la mano izquierda mientras manejaba, como si el plato realmente le hubiera pegado.
-Agarrá para Saladillo- fue lo único que dijo en todo el viaje. Permaneció todo el viaje mirando las estrellas a través de la ventanilla.
Una vez en la ciudad, lo hizo circular por unas calles oscuras y extrañas, hasta llegar a una especie de club. Le hizo señas para detenerse y bajaron. Entraron al lugar, y subieron a la segunda planta, donde se erigía una completa y muy surtida sala de juego. Una ruleta, mesas de Black Jack, punto y banca, carreras de caballos y sobre todo varias de truco. El lugar no era demasiado grande, entre las mesas de juego y los apostadores no quedaba espacio libre en lo absoluto, el cielo raso era bastante bajo, y el humo de cigarrillos se amontonaba. Unos ventiladores de techo casi rozaban las cabezas de los que permanecían de pie. La concurrencia no era excesiva, sino todo lo contrario, un  par de docenas de viejos arruinados y deprimentes alcanzaban para poblar el lugar. Hicieron un breve recorrido por el lugar, mientras El Turco lo presentaba con la mayoría de los apostadores.

-Jaime... ¿como andas? ¡Siempre con el whisky en la mano vos eh!- Le dio una fraternal palmada en la espalda, a la vez que el tipo se daba vuelta quitando momentáneamente la vista de sus fichas en la ruleta. Lo reconoció con un gesto de sorpresa, y se volvió prontamente a vigilar el juego.
-Turquito, tanto tiempo...pensé que nos habías abandonado- Hablaba con el pucho agitándose en la comisura de sus labios.

El Turco se apresuró a presentarlo y, como si fuera una especie de código que ya había utilizado varias veces, solo se limitó a comentarle: -Éste es Raúl, viene todos los miércoles a jugar acá. ¿Ok?- Dichas estas frases se alejó del tipo y repitió la operación con otros sujetos de igualmente dudosa reputación. Incluso tuvo exactamente las mismas palabras con el dueño del lugar, conocido simplemente como Tano, adicto al póker. Todos asentían con la cabeza, no decían palabra alguna ni preguntaban absolutamente nada.

Habrán estado cerca de una hora ahí, hasta que el supuesto guía turístico propuso tomar un café en el barcito de la esquina. Al entrar al lugar, Raúl tuvo la sensación de haber estado allí miles de veces, a pesar de no conocerlo siquiera. Era un calco del bar de El Turco en Lobos, el mismo aire de tugurio y el mismo aspecto depresivo. Solo cambiaba la ubicación de los baños. Incluso los pocos clientes presentes se parecían demasiado a los de mi ciudad, bastante arruinados y desalineados. Oscuros, indecentes, indignos, y hasta con una cuota de fracaso grabada en sus espaldas.
Ambos propietarios de bares se saludaron amistosamente, intercambiaron un par de comentarios banales, y El Turco pidió dos ginebras. Mientras apresuraba la suya, le comentó al dueño del lugar con la misma suspicacia que antes: -Raul viene todos los miércoles después de jugar, y se toma un legui-
-No hay drama- Alcanzó a decir el otro tipo, creo que se llamaba Ramón. Tenía todos los años el viejo, y su cara parecía un mapa. Era difícil precisar la edad, pero parecía avanzada, cerca de setenta quizás.
El Turco se tomó la ginebra mía que aun permanecía intacta. Lo hizo como en las películas, de un solo trago, y luego se levantó.
-Pagá- Le dijo, mientras se ponía de pie y enfilaba hacia la salida. Raúl abonó las bebidas, y al salir del lugar, se sorprendió de ver a su compañero esperándolo ya en el auto. Aparentemente no tenía ganas de manejar, y aprovechó el viaje para dormir. Al llegar a Lobos se despertó.
-Escuchá, vas a hacer lo siguiente ahora. El miércoles que viene vas a salir de nuevo, no importa lo que te diga tu mujer, así te quiera matar no le hagas caso. Vos te vas a cualquier lado y volvés bien tarde. Te va a cagar a pedos seguro, y vos ahí le decís que la semana próxima le vas a mostrar la verdad. Le vas a mostrar con quien la estabas engañando.-Ante la mirada estupefacta de Raúl, El Turco siguió explicando.
-Sí, le decís así, entonces la subís al auto y arrancás, no le decís nada. La llevas al salón de juego donde estuvimos hoy, y le decís que con la única que la engañabas era con la timba, que estas enfermo con el juego, pero que vas a empezar a curarte, por ella-. Lo dejó primero al cantinero, y luego prosiguió a su casa. Al llegar su mujer lo estaba esperando despierta, sentada en el sofá y en camisón. No emitió sonido, pero su cara le decía todo.

La siguiente semana fue todo un escándalo directamente, hubo gritos, reproches. Gabriela incluso llegó a tirarle un florero por la cabeza. Amenazó con irse de la casa y llevarse a los hijos con ella. Raúl entonces dio inicio al plan estipulado. Ese miércoles salió solo, fue al puterio del pueblo nomás, y regreso a las tres horas. Transcurrieron los días con un dialogo nulo, e insultos gratuitos que solo mermaban en presencia de los hijos de la pareja.

Llegó el día indicado para la maniobra, y Raúl amenazó con salir nuevamente, ante el esperado reproche de su esposa.
-¿Vos querés saber a donde voy yo todos los miércoles? Bueno, vamos. Yo te voy a mostrar a donde voy.- Con semblante decidido aunque cagado hasta las patas, y haciéndose el ofendido por la poca confianza depositada en él, partieron con rumbo a Saladillo. El viaje fue sin una palabra de por medio, y ni siquiera la radio se encendió. Era una noche estrellada y limpia, pero el frío apremiaba.

Al llegar al salón de juego, bajaron del auto y entraron. Raúl traspiraba de los nervios, como prostituta en la iglesia, pero mantenía su rostro inmutable.
-Buen día Raulito, ¿como anda usted? ¿Viene a repetir la buena racha del miércoles pasado?- Le decía un viejo desconocido a la vez que le daba una fraternal palmada en la espalda.
Todos simulaban ser su amigo desde hacía tiempo, la orquestación funcionaba a la perfección.
- ¿Ves amor? Con la única que puedo engañarte a vos es con la droga del juego. No me animaba a decírtelo porque me daba vergüenza, pero ahora que estuve a punto de perderte voy a dejar el vicio. Vos sos lo único que importa para mí- Intentaba decirlo con la mayor seriedad posible y poniendo cara de sufrido, pero la verdad es que se estaba mordiendo los labios por dentro para no reírse.
Gabriela le pidió disculpas por haber desconfiado injustamente, se dieron un beso y fueron a tomar un café al bar de la esquina. Se sentaron en una mesa cualquiera, ya que estaban todas vacías. El anciano propietario del bar se acercó lentamente a tomar la orden, casi arrastrando los pies.
-Buenassss- dijo el mozo sexagenario, casi hablando para adentro, y se quedó parado esperando la orden.
-Un Legui, como todos los miércoles por favor y una Fanta para la dama.- El corazón se le paralizó por un momento, este viejo de mierda seguro me caga se dijo por dentro. Partió en busca de la orden y al ratito volvió con la bandeja y las bebidas. Mientras las ponía en la mesa, sin prestar la mínima atención, casualmente levanta la vista y estudia el rostro de mi esposa.
-¿Gabriela, que haces acá? No me llamaste más, iba todos los miércoles a visitarte y de un día para el otro me cortaste. No me mandaste ni un mensajito siquiera. ¿No me vas a decir que me cambiaste por éste gil flojo y debilucho? Te extraño Gabi… hasta conseguí el juguetito ése que vos querías, y el disfraz de marinero… Te amo-
Raúl no emitió sonido, no dijo ni una palabra, no porque no tuviera nada que decir, sino porque la situación lo sobrepasó, no pudo ordenar sus pensamientos y transformarlos en un idioma entendible, se imaginaba al viejo decrépito, con su cara de mono, mezcla de Don Ramón y Keith Richards, encima de su esposa. El viaje de vuelta fue un parto, al llegar a Lobos dejó a su mujer en la casa y se fue a dormir a un hotel.

-Pero Raúl, estás siendo un hipócrita, si vos hacías lo mismo, te pagó con la misma moneda, ahora ya está, están a mano- El Turco, siendo extrañamente amigable lo aconsejaba, mientras le servía otra Ginebra a su cliente, que luego él mismo tomaría.
-Ya sé, pero yo no voy a ser cornudo. Puedo ser boludo, forro, me pueden cagar con plata, puedo ser una basura de persona, degenerado, baboso, pero cornudo no. Ya sé que yo también la engañaba, pero es distinto. ¡Yo cornudo no!- prendió un cigarrillo, había dejado hacía años, pero las circunstancias lo hicieron retomar el vicio.
-Pero pensá en los pibes, tus hijos no tienen la culpa- Aparentemente El Turco en el fondo tenía sentimientos.
-Y bueno, mala suerte, ya son grandes, que se las arreglen. Hoy en día es lo más común tener padres separados. Además ya no vivo más en mi casa, yo me fui para tomarnos un respiro y poner las cosas en orden, pero mi adorable esposa enseguida me cambió por el viejo cara de mono. ¡Sí, en serio, el viejo duerme en mi cama ahora! Es el colmo… igual ya hablé con él, lo discutimos muy seriamente como caballeros. Ahora te juro que soy feliz, estoy cumpliendo el sueño de mi juventud, estoy soltero, libre, y encima tengo un bar en Saladillo, se lo cambié al viejo por mi esposa, ahora vivo allá. Ando de novio con una pendejita prostituta que de paso la hago trabajar ahí en la cantina. No sabés lo linda que está, andá un día y te hago precio-

-Menos mal que le molestaba ser cornudo, y ahora anda con una puta- pensó el Turquito para sus adentros, pero sin emitir comentario alguno. -A veces la felicidad se encuentra en esos caminos que uno mismo se negaba a transitar-