viernes, 25 de mayo de 2018

La playa

La playa ofrecía un paisaje desolador, era pleno invierno y la escalofriante temperatura llegaba hasta los huesos. El viento azotaba la costa, llevando consigo una bruma salada que humedecía el rostro y los labios. Caminaba por la costa, por esa breve franja en donde la arena está húmeda y ofrece una firmeza suficiente para no hundirse, mirando hacia el infinito cielo y pensando. Aprovechaba para pensar sobre todo, y un poco sobre nada también; necesitaba aclarar mi mente y buscar inspiración. Estaba estancado en mi nuevo libro, y un recreo a la mente nunca viene mal. El horizonte difuso se fundía ente una especie de niebla matutina, y solo podía vislumbrarse la silueta de un pequeño barco pesquero a la lejanía, que parecía levitar en el avasallante gris.
Me fui acercando a una especie de escollera o muelle, con la esperanza de tener un poco de reparo del bravísimo clima y poder prender un cigarrillo. Con un nulo éxito en mi propósito decidí trepar la elevada construcción de piedra, para observar mis solitarias huellas sobre la arena. Al trepar las mohosas rocas pude observar una figura humana, sentado sobre las piedras, entre las olas que rompían y estallaban estruendosamente. Esta sombra fantasmal recortada contra el perpetuo mar llamó mi atención, parecía extraída de un cuento fantástico, una milenaria criatura expectante por las almas de los condenados. Trepé a la escollera, y me acerqué cautelosamente, tomando precauciones para no resbalar en las enmohecidas y húmedas rocas. Pude ver al anciano a pocos metros, la barba entrecana, espesa y recortada prolijamente, llamaba la atención por sobre las rusticas vestiduras. Gorro de lana negro, polera blanca y un sobretodo azul con corderito beige encima. Unas brillosas botas hasta las rodillas, casi cubrían por completo los gastados jeans azul marino. Al llegar a su lado, no se sobresaltó ni le intrigó en absoluto mi presencia, solo me miró con unos profundos y perpetuos ojos celestes, que parecían estudiar lo más profundo de mi alma. No emitió sonido alguno, solo giró nuevamente su cabeza a donde debería estar el horizonte. Supuse que debería sentarme, lo hice respetuosamente, mientras lo observaba. Tenía una caña de pescar en sus manos, tremendamente larga y vigorosa, aunque desde un par de metros ya era imposible divisarla por la neblina reinante.
-Buenas…- fui lo único que atiné a decir. Debía hablar bastante fuerte para que mi voz pudiera ser oída por sobre el estruendo del mar y el tempestuoso viento invernal.
El arrugado anciano se limitó a asentir con la cabeza. Pude verlo más detalladamente dada la proximidad, el rostro arrugado y reseco denotaban los castigos de la intemperie. Tenía manchas de sol en las mejillas, y su nariz un tanto enrojecida, en la cual podían observarse los pequeños vasos sanguíneos, como raíces de un poderoso olmo. Sacó una petaca de plata del bolsillo interior izquierdo del sobretodo, le dio un violento y artístico sorbo. Frunció levemente el seño, como avisándome que no se trataba precisamente de agua, y estiró el brazo convidándome. Le dí un pequeño sorbo que calentó mis entrañas, ayudando por un instante a disimular el insoportable frio de mediados de julio.
-¿Hay buen pique?- intenté romper el hielo, me intrigaba sobremanera el curioso personaje que tenía frente a mí.
-La verdad que no me interesa, ni siquiera tiene carnada el anzuelo. La pesca es un complemento, un recurso argumentativo, ¿comprende?- la verdad que no entendí mucho lo que me quiso decir, pero le dije que sí de todas maneras.
El tipo parecía la viva encarnación del más famoso personaje de Hemingway, “El viejo era flaco y desgarbado, con arrugas en la parte posterior del cuello. Tenía cáncer de piel, las manos llenas de cicatrices, todo en el era viejo excepto sus ojos, eran azules, alegres e invictos”
-Pero… Yo supuse que sería un fanático. Si no le interesa la pesca, ¿Por qué con tan tremendo frio está acá?- Se me ocurrió preguntarle.
-Por la belleza, la perfección, el increíble ambiente melancólico del cuadro.- Me dijo mientras sostenía un melón imaginario en sus manos. -Mire, yo era director de cine, y me quedó la manía de prestar atención a la escena, a la ambientación y la luz y todo eso. Cosas que a uno le quedan, locuras de la vejez.- Viejo loco de mierda, encima borracho.
-Trabajé en la playa por primera vez hace muchos años, allá por los ochenta, fui asistente de dirección en un par de películas horribles. ¿Conoce “Los bañeros más locos del mundo”? bueno, yo trabajé en esos largometrajes.-
-¡¿En serio me lo dice?!- no pude ocultar mi entusiasmo, crecí con esas películas, y son un grato recuerdo en mi memoria. Tendría seis o siete años cuando iba al cine con mi hermano a verlas. El tipo no parecía muy orgulloso de esos trabajos.
-Sí, esas basuras marcaron mi carrera para siempre. Luego de eso nunca más pude hacer un trabajo serio. Lo bueno fue que me enamoré de la locacion, de este escenario. Es hermosa la playa, y tiene una carga emotiva tremenda. Los grandes espacios abiertos generan en el espectador una intimidad especial con el personaje, sumado a una melancolía incomparable. Una playa desierta remite a los temores mas profundos del alma, la soledad, el desamparo, lo pequeño del ser humano frente al mundo.- Se estaba posesionando, dejó de observar el más allá mientras hablaba, para mirarme fijamente con fruncida cara de viento en contra.
-En fin, hice un par de trabajos under y algunos cortos, pero nunca fui tomado como un director importante. Me fui quedando sin laburo y decidí mudarme acá, todo es  mucho mas tranquilo, y uno tiene tiempo para pensar, para reflexionar sobre las cosas... sobre lo elemental, sobre la vida-
Yo me limitaba a oír, de la misma manera que se escucha a un profesor, a un doctor cuando nos da un diagnostico, con una mezcla de admiración, respeto y a la vez temor. Su voz era ronca, áspera y sufrida, curada por el frío, el alcohol barato y el tabaco de pipa; pero a la vez firme y decidida.
-Era allá por el ochenta y nueve, cuando mi mujer falleció. Pobre Marta, tenía tan solo cuarenta años, quien iba a creer que se pudiera ir tan joven. Le agarró una enfermedad muy jodida que me la robó en apenas un año y algo. Lo sufrí muchísimo, imagínese, aun hoy la recuerdo como si estuviera aquí.- Su cabeza estaba baja, miraba con ojos extraviados el mango de la caña. El volumen de su voz había bajado un poco, como si no quisiera que nadie más lo oyera excepto yo y el mar.  
-Estaba en el funeral de Martita cuando todo se me reveló en la cabeza. Yo estaba parado afuera fumando un cigarrillo, al volver a entrar y abrir la puerta, lo teatral y dramático del interior de la casa de sepelios me llegó. Era un salón largo y obscuro, con sillones de cuerina pegados a lo largo de las paredes. La iluminación era amarillenta, casi color ámbar, dándole a los presentes un aire fantasmal y un poco pictórico, antiguo y atemporal.  Al fondo, en el medio del salón estaba el féretro inclinado hacia delante,  con la parte superior destapada como si fuera una momia egipcia. Una luz blanca sobre Marta la iluminaba como si fuera un ángel, como si el señor la estuviera llamando. Ese fue el instante en que el cerebro me hizo un clic. Decidí hacer el mejor trabajo de mi vida para ella. Comencé a planear la obra maestra, la opera prima de mi carrera. Cuando me sobraba tiempo libre del trabajo en el kiosco, me dedicaba a escribir, a buscar escenarios, idear escenas y tomas. Completé carpetas enteras con anotaciones y comentarios, fotos, apuntes. Me estaba trastornando un poco, lo reconozco. Mi habitación parecía la del tipo de la película “Una mente brillante”, las paredes llenas de notas, imágenes, recortes de diarios y esquemas pegados. -
La tempestad y el viento arreciaban, hice una especie de cuenco con las manos y lo acerqué a la boca con la intención de que el aire cálido expedido pudiera devolverme la sensibilidad a mis extremidades. El viejo, al verme cagado de frío, volvió a sacar el licor y me convidó. Di un pequeño sorbo.
-¡Vamos! Tome como un hombre.- Me gritó el anciano casi iracundo ante mi supuesta falta de valentía. Me vi obligado a repetir la acción, casi por orgullo. Parecía Kerosene. Una vez satisfecho prosiguió.
-Fue ahí cuando me di cuenta de mi error, la obra maestra de mi vida no iba a aparecer nunca, porque la vida es la única obra maestra. De ahí en más la viví como una en película. Primero simulaba que mi existencia era la de un agente secreto, espiaba a personas en los bares, iba caminando por la calle y me dedicaba a seguir a alguien con cara de actor. Después cambié de trabajo, conseguí laburar en un remis de una agencia cerca de casa. Simulaba ser un conductor normal, hasta que algún doble agente subía al auto con un maletín, entonces yo le decía la contraseña secreta -El pájaro está en la jaula-.El tipo aparentaba desconocer el código, pero seguramente estaba siendo espiado, por eso cancelaba el encuentro. Otras veces perseguía un auto entre el tráfico de las avenidas, algún auto negro medio sospechoso era fruto de mi análisis y espionaje exhaustivo. Luego de  varios escapes a alta velocidad y maniobras riesgosas llegaron un par de multas y me echaron.- El tipo hablaba de lo más tranquilo, pausado, con palabras claras y expresadas prolijamente, como si siguiera un libreto. No dudaba, ni pensaba demasiado las palabras, como si ya hubiera pensado varias veces ése mismo momento, o como si ya hubiese contado mil veces lo mismo anteriormente.
-Después durante un tiempo tuve un maxi quisco en casa, al principio funcionó bien y vendía bastante. En esa época ensayaba una comedia, pero tomé la precaución de instalar una cámara de seguridad para registrar los momentos mas destacados. Contaba chistes a los clientes, e incluso practicaba graciosas acrobacias. Simulaba pisar una cáscara de banana y caer estrepitosamente, o apilar latas de arvejas para luego tropezarme y tirar la pila a la mierda. La gente experimentaba emociones mezcladas, algunos reían a carcajadas, pero otros me miraban como pensando “este viejo esta medio gagá”. Comprobé que mi efectividad como comediante no era la mejor.-
Frunció la boca, como si se arrepintiera de esa faceta de su vida. Sacó un arrugado y pobre atado de cigarrillos del bolsillo interior de su sobretodo y me convidó. Decidí aceptar para evitar otra reprimenda. Extrajo luego un encendedor a bencina, la llama luchaba contra las  inclemencias del clima, pero se las arregló para encender ambos cigarrillos.
-El karate tampoco tuvo mucho éxito. Había llegado a un arreglo con un vecino físico culturista  para que actuara, yo no le cobraba las galletitas y a cambio él ofrecía sus escasas facultades histriónicas. Cuando había clientes el pretendía asaltarme, pero lo abatía con certeros golpes de artes marciales. El público no acompañó la propuesta teatral. Me deprimí, estuve mal un largo tiempo. El local se vino abajo, y no tenía ni ganas de levantarme de la cama. Pasé unos meses bastante complicados amigo, no se imagina. Estaba ahí tirado, y no tenía a nadie que me levantara el animo, que me ayude. Sin embargo, es como dijo Balzac, “En las grandes crisis, el corazón se rompe o se curte”. Comprendí que debía ponerme de pie y reponerme por mí mismo, me di cuenta que nadie iba ayudarme.-
El viejo adoptó inconcientemente otra postura, o quizás era parte de su actuación, irguió levemente su torso y sacó pechó. Festejé su forma de pensar con un comentario de apoyo, que pareció no oír. Pensé en palmearle la espalda o poner mi mano sobre su hombro, pero seguramente lo tomaría como un acto poco masculino.
-Finalmente comprendí que mi tarea era inútil, mi pensamiento distaba mucho de la realidad. Entendí por qué la gente siempre dice que las cosas buenas pasan solo en las películas. Acepté definitivamente que la vida no es una comedia, ni una aventura de espionaje, y mucho menos una vibrante aventura de peleas callejeras. La vida no nos tiene sucesos fantásticos preparados en cada esquina, ni momentos de excitación y heroísmo. Llegué a la triste conclusión de que la vida es solo un drama, una tragedia, ya que al personaje principal lo espera siempre el inevitable final de su muerte. La vida acarrea una desdicha constante y eterna, la única manera de luchar contra eso es saber cuando darle un cierre dramático a la historia. Hay que saber cuando la novela no da para más, y cerrarla antes de arruinarla.-
No sabía que decirle a este anciano loco, quería calmarlo un poco, hacerlo cambiar de parecer. Lo único que atiné a decir fue una estupidez. -Pero no sea tan drástico, hay que reponerse y seguir adelante. Todavía queda mucho por vivir.-
-Mire, yo no quiero pasar mis últimos años internado en un asilo, o en un hospital. No sería un buen final para la película. Ya tengo el final perfecto, tengo todo listo, hasta preparé el guión. Solo necesitaba un público, un espectador.-
Dicha esas palabras el anciano hizo una escueta pausa, me miró con sus tristes y neblinosos ojos, no emitió palabra, ni siquiera un adiós, y se arrojó al agua. El embravecido mar lo engulló en un profundo abismo de espuma y niebla. El silenció reinó en la soledad, el estruendo producido por el abatimiento de la marea ya era parte de mi. Me puse de pié, le ofrecí al pobre tipo un minuto de silencio y me fui.
Caminando por la playa de regreso a mi morada, mientras aun me preguntó si esta historia la viví o fue producto de mi insana imaginación, puedo afirmar que verdaderamente comprendo al sabio anciano, la vida no es más que una tragedia.
Observé desde la escollera mis pisadas marcadas en la arena húmeda, y el embravecido mar, el retrato mío en esa inmensa locación era una espectacular escena final para la película del viejo. La cámara baja lentamente, y hace primer plano en una petaca de plata traída por las olas. La imagen se desvanece.Fin.


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