sábado, 5 de mayo de 2018

Cuento: "El valle de la Luna" (2013)







Una reunión de filatelia suele ser un lugar sumamente interesante, las diferentes tipologías de seres extraños que se encuentran allí forman una clase especial de personas. Fanáticos del arte en miniatura, obras maestras de no más de tres por cuatro centímetros, las hay de todo tipo, a color, en blanco y negro, monocromáticas; con rostros de próceres, con animales autóctonos, monumentos históricos, escenas de batallas y hasta jugadores de futbol, cada categoría tiene sus adeptos. Había en el inmenso salón de exposiciones en el cual se desarrollaba el evento, cientos de puestos, desde los inmensos auspiciados por empresas de correos y empresas privadas, hasta los diminutos consistentes en una o dos mesas y una silla. Entre todos esos puestos deambulaba Adolfo, con un bolsito cruzado colgado de su hombro derecho. Lo sujetaba fuertemente con su brazo, como un padre aferra fuertemente la mano de su hijo al cruzar una transitada avenida. Caminaba entre la multitud, procurando evitar colisionar con quienes circulaban en sentido opuesto por los angostos pasillos. Muchísimos adeptos a este cada vez menos popular pasatiempo se encontraban allí reunidos, muchos con lupas colgadas del cuello, todos con su carpeta especial para conservar propiamente sus flamantes adquisiciones. Adolfo se diferenciaba del resto por un rasgo particular, el no estaba comprando estampillas en los puestos, el estaba vendiendo recuerdos, subastaba memorias. 
La vida de Adolfo podría decirse que ha sido complicada, al menos en su etapa adulta. Su infancia fue perfectamente normal, nacido y criado en un hogar lleno de amor y cariño. Sus padres pasaban por un buen momento económico allá por los sesentas, por lo que concurrió a los mejores y más oligarcas colegios, supo tener muchísimas amigos y una niñez verdaderamente feliz y sin preocupaciones. Quien le inculcó el interés en los sellos postales fue su abuelo paterno, el cual era también un asiduo aficionado. En su cumpleaños número siete le obsequiaron a Adolfo el primer álbum, junto con una pila de estampillas atadas con una banda elástica. Aunque gastadas y de poco valor, servirían para incentivar en el joven la pasión por los sellos. Algunos repetidos, rasgados y descoloridos, para el niño representaban el comienzo de una pasión. Desde ese momento, una vez por semana Adolfo adquiría al menos una estampilla para su colección, completaba clasificadores, colecciones y ediciones especiales. Cada estampilla pasó así a contener los recuerdos de esa semana en la cual fue adquirida. 

-Por esta te puedo dar ochenta y cinco pesos- Decía el inescrupuloso comerciante del puesto veinticinco de la exposición, mientras se rascaba la brillosa pelada con la mano derecha. -Es que tiene el dentado roto, y eso la desvaloriza bastante. No se si podré ubicarla después-. Adolfo le ahorró el chamuyo al tipo y se resignó a la plata acordada, estaba demasiado necesitado y a la vez cansado como para discutir. Era un hermoso ejemplar de una estampilla Argentina con el rostro de San Martín, de 1877 con goma original. Ese sello significaba para él un recuerdo de su infancia, le recordaba a su  abuelo. En la semana que compró esa estampilla, el queridísimo nono pasó a mejor vida. Era un cinco de julio, y Adolfo tenía tan solo doce años en ese entonces. Fue en el ‘85, el año de la última gran inundación en el pueblo, el cielo parecía llorarlo al pobre Braulio. Con toda la tristeza del mundo fue el pequeño Adolfo a la entonces Unión de Correos, y con todas las monedas juntadas en un frasco de mermelada viejo eligió al gran San Martín entre los demás héroes de la patria.

-Hmmm…- Era el único sonido que emitía el pendejo de otro puesto a la vez que se tomaba el mentón, con gesto inequívoco de pensamiento. Estaba analizando seguramente por cuánta plata lo iba a cagar. El maravilloso sello que sostenía en su mano era nada menos que uno cubano, del año siguiente a la revolución, con el rostro inmutable y desafiante del Ché. Era de la primera tirada, y estaba en perfectas condiciones.
-Mirá, si fuera por mí te daría un poco más, pero ésta estampilla tiene poca salida viste. La gente ahora se vuelca más a otro tipo de cosas, lamentablemente te puedo ofrecer ciento quince nada más.- El pendejo no tendría más de veinticinco años, arito en la ceja derecha y un peinado horrible e indescriptible a la vez. Éste pibe lo estaba afanando, éste niño que no conoció la pasión de la filatelia, que no conoció el correo. Éste nene que jamás recibió una carta que no sea la boleta de la luz, que nunca mandó un telegrama que no sea el de renuncia a algún trabajo. Éste pendejo que jamás recibió una carta de amor, rociada con el dulce perfume de la mujer amada. Nunca supo lo que es sentir la expectativa y la emoción de abrir un sobre, escrito con tinta azul y sellado numerosas veces, con el rótulo de “vía aérea” en el extremo izquierdo superior.
-Bueno está bien, no te hagas drama- Adolfo le ahorró el verso al pendejo, se resignó una vez más y aceptó la oferta, ya estaba podrido de discutir con todos esos chupasangres.

Con esos pocos pesos encima, que esperaba poder racionarlos lo suficiente como para que duren un par de semanas al menos,  Adolfo volvió a su departamento. Éste se encontraba completamente vacío, el escaso mobiliario que alguna vez lo supo decorar debió ser vendido, en una desesperada búsqueda por dinero, tan solo quedaba un antiguo y achatado colchón de dos plazas en un rincón del mono ambiente. Hacía un par de años que no tenía trabajo, desde que la fábrica de corpiños en la que se desempeñaba cerró sus puertas, se vio obligado a medidas extremas para su supervivencia. “La calle está jodida” se decía una y otra vez a modo de autocomplacencia ante las inútiles y poco fructíferas entrevistas de trabajo que conseguía. Ya no era un pibe, estaba pisando los cincuenta y la oferta laboral para ese rango de edad es prácticamente nula. Ingresó a la fábrica a los veinte años, por lo que tampoco contaba con  una vasta experiencia en otros rubros, lo único que sabía hacer era poner los aros de metal en los brassiers. La verdad es que era feliz en su antiguo empleo, por lo que tampoco se interesó jamás en buscar otras ofertas. Era un horario bastante flexible y no trabajaba los fines de semana, lo cual le permitía el disfrute de los bailes y el regocijo de las mujeres de vida licenciosa. Le encantaba la noche, los puterios y los salones de juego, era un “picaflor” según su vocabulario. Sus conocidos o pseudo amigos podían clasificarse en dos grandes grupos, los que lo conocían en su faceta de tipo serio y acérrimo filatélico, y el grupo que lo relacionaba con la noche y la joda, estos dos grupos funcionaban completamente separados y cada uno ignoraba la existencia del otro, él se empeñaba en que así lo fuera. Es que para la mayoría de las personas estas dos condiciones parecían imposibles de coexistir, los borrachos del bar lo hubieran tildado de puto o de gil si supieran de su afición, y los coleccionistas que es un grupo muy cerrado y chapado a la antigua podrían discriminarlo por sus descontroles nocturnos. Incluso sus amantes o parejas ocasionales tampoco eran puestas al tanto de esto. Adolfo se sentía a veces un pelotudo con el tema de las estampillas, sobre todo cuando veía la sarta de giles que frecuentaban las convenciones y se comparaba con ellos, pero era algo que era más fuerte que él. Desde niño no pudo evitar concurrir semanalmente al correo, al negocio especializado o a alguna reunión de adeptos, y dejar grandes cantidades de dinero allí. Era una pasión, era una vía de escape a su soledad, era el recuerdo de una vida más feliz, cuando su abuelo vivía y la familia se reunía todos los domingos, cuando los amigos eran verdaderos y la inocencia aún perduraba. Cada pieza de su colección contenía una anécdota o una memoria, que si se las unía formaban su vida completa. 

-¿En qué te puedo ayudar Adolfito?- El anciano con una fingida sonrisa de comerciante le dio la bienvenida a su ancestral y fiel cliente. Hacía muchos años que se conocían, el anciano solía ser amigo del padre de Adolfo y a la vez sus padres también tenían una fuerte relación afectuosa. “La casa de los siete sellos” era un lugar muy peculiar, pequeño y un poco obscuro. Unas rejas color verde inglés daban a la calle, por delante de un polvoriento vidrio y unas cortinitas estilo americano. En el interior solo había un mostrador de vidrio con algunas ediciones limitadas o conmemorativas de algún evento, sobre el cual se encontraban dos lupas de diferente tamaño, una pequeña lámpara, y una pincita tipo de depilar. En la pared del fondo podían verse unas repisas repletas de archivadores con mercancía. El lugar tenía un aire místico, como mágico. Esa especie de espíritu que suelen tener los lugares repletos de historia, esa solemnidad de biblioteca o de museo.
Luego de los saludos correspondientes que obedecen las reglas de cortesía se avocaron a los negocios. 
-Mirá Raúl, necesito vender estos sellos, ando un poco corto de guita y no me queda otra.- A la vez que decía esto sacó de su bolsillo del saco una bolsita de grueso nylon, con algunos dentro. Cuidadosa y delicadamente abrió el sobrecito y las volcó sobre el mostrador. El anciano tomó sus pinzas y la lupa que se encontraban a su diestra y las examinó las estampillas una por una. 
La primera era un sello conmemorativo de Bernardo Houssay, premio Nobel de medicina y fisiología en 1947. La compró allá por el ochenta y nueve, la semana que la conoció a Clarita, la única mujer seria de su vida. Fue en un barcito de recoleta, su primer encuentro no tuvo nada de especial ni misterioso, solo estaban los dos tomando algo en la barra y él se le acercó y comenzó a chamurrarla. Ella estudiaba medicina, y el doctor Houssay era un referente profesional para ella, por lo que cuando vio el sello en un escaparate de Expo filatelia no dudó en adquirirlo.
Era una joven encantadora, llena de vida y de ilusiones. Aún conservaba la esperanza de un futuro próspero fruto del esfuerzo y la constancia, a diferencia de Adolfo que ya había experimentado la falsedad y la inmundicia del mundo convirtiéndolo en un tipo descreído y escéptico de todo acto de bondad. Era justamente ese espíritu jovial e inocente lo que más lo atraía de ella, más allá de la belleza física. Era una chica petisita, de pelo corto y unos enormes ojos marrones, de bellas proporciones y armoniosos rasgos.
-Te puedo dar cincuenta mangos por esta- Dijo Raúl sin apartar la vista de la lupa, -Está en muy buenas condiciones y es poco común. Tal vez pueda ubicarla con un flaco que viene de vez en cuando que es médico y seguro le va a encantar, si le llego a sacar un poco más yo te aviso-. Sin esperar respuesta alguna de su interlocutor, la dejó a un lado y tomó la siguiente con la misma delicadeza y parsimonia que la anterior. 
-¡Uh esta va a ser muy difícil de vender! Una serie conmemorativa del mundial del ochenta y dos...salvo alguno muy fanático, pero sabes que ese no fue un mundial muy bien recordado por los argentinos. Que raro vos con este tipo de cosas, no sos muy fanático del futbol.- El viejo permanecía con la vista fija sobre la lente, bajo la luz de la lámpara de escritorio.
-La compré cuando me enteré que Clarita estaba embarazada, quise comprar algún sello que pudiera interesarle a mi futuro hijo. Tal vez podría gustarle el futbol como a todos los pibes. ¡Se nota que yo quería un varoncito!-
-¿Tenés un pibe? Mira vos, no sabía... ¿lo hiciste filatélico también?- Un extraño sonido salió de la ronca garganta del sujeto, algo similar a una carcajada.
-Se llama Gabriel, al otro día que nació fui a comprar el sello éste- Adolfo señaló uno de los sellos restantes sobre el mostrador, el cual el viejo tomo cuidadosamente con las pinzas. Sus manos estaban manchadas por la edad, y sus dedos índices y mayor tenían un tono amarillento a causa  del tabaco. -Es un sello del Crucero General Belgrano, salió ni bien terminó la guerra y pensé en que pudiera tener algo para recordar la época de mierda en que le tocó nacer.- El viejo le brindó una mirada a su interlocutor, como compartiendo la opinión sobre esos cruentos años de nuestra historia. Luego de un momento de silencio reflexivo, el anciano continuó examinado las estampillas y emitiendo algún comentario sobre alguna que otra. Al llegar al final de la pila, se encontraba una hermosa y extraña pieza, era un ejemplar argentino del Valle de la luna en San Juan, sin dentar.
-Ésta no la vendo Raúl, ya sé que está bien cotizada pero igual no la pienso largar- El viejo indagó sobre la causa de esta caprichosa negativa.
-Esa la compré la semana en que mi mujer se fue de mi casa, se enteró que yo andaba con otra loca y me hizo un escándalo, me echó a la mierda.- En realidad esa loca, como Adolfo la llamó, había sido una relación paralela de un año y pico, y tampoco era la única infidelidad que había cometido. -Fui a tomar algo al bar de la esquina y pasé la noche en un hotel de mala muerte para darle tiempo a que se calme, cuando volví al otro día se había ido a la mierda con el nene. Nunca más los vi a ninguno de los dos. Yo estaba destruido, imaginate. Cuando fui al negocio de filatelia y vi ésta no pude evitar llevarla. Ese desértico y despojado paisaje se asemejaba demasiado a como me sentía por dentro en ese momento. Me sentía vacío y demasiado solitario, el departamento parecía inmenso en la soledad.- Empezó a ponerse mal, el recordar todas esas cosas le traía malos pensamientos. El viejo, sabio como todos los ancianos, percibió esto en el rostro de Adolfo, por lo que cambió rápidamente de tema con tal de no tener que aguantarlo. Le pagó lo que habían acordado por los sellos, puso el restante en la bolsita y se lo devolvió.

El departamento se encontraba completamente vacío a su regreso, a excepción de su flácido y antiguo colchón. El silencio era abrumador, no pudo evitar sentir una profunda desazón y una tristeza desgarradora. Tomó algunos pesos de los que recientemente había conseguido, y compró un whisky de los más económicos en el supermercado chino de la esquina. En sus buenas épocas, o en las mejores rachas de suerte con las apuestas, solía comprar importado, Jack Daniel’s etiqueta negra, pero las condiciones actuales le impedían rotundamente ese placer. Se sirvió en un vaso descartable, y sentado sobre el colchón permaneció con la vista perdida en la pared. Pasaron horas, o tal vez solo unos minutos, pero desfilaron por su cabeza numerosos instantes de su vida, recordó a sus cariñosos padres y a un siempre presente abuelo. Los momentos compartidos en aquella época más feliz con su ex mujer, y su hijo que ya debería tener como veintiocho años. Tal vez era la soledad, tal vez era el alcohol, pero comprendió que su rol de padre no había sido de los mejores. Sus ausencias, sus escapadas por las noches, y finalmente su falta de voluntad para volver a encontrarlo.
Gabrielito tenía cuatro años y siete meses la última vez que lo vio. La verdad es que hace recién unos cinco o seis años que se dedicó a buscarlo. Años de soledad, una crisis de los cincuenta, melancolía, o arrepentimiento fueron talvez alguno de los motivos que llevaron a buscar a su hijo. Internet ayudó muchísimo, Adolfo no tenía ni idea sobre computadoras, pero el pibe que trabajaba en el cyber lo ayudó. Averiguó que vivían hacía años en Moreno, que el muchacho estaba estudiando Arquitectura en la U.B.A, y que hacía varios años que estaba de novio con una bella joven llamada Julieta. Consiguió su dirección y le envió varias cartas, pero no obtuvo respuesta de ninguna de ellas. Las enviaba en un Sobre bolsa Medoro 19 x 24 cm con solapa engomada, escribía con pluma fuente sobre hojas de 125gr (todos datos inútiles que sólo un filatélico fanático podrían interesarle). Durante los últimos meses le envió una carta semanal por vía aérea desde la casa central del correo en Sarmiento 151, le contaba de su vida, de su actualidad, de sus estampillas, le expresaba sus ganas de poder verlo algún día, y siempre se despedía con un afectuoso saludo. “Te deseo lo mejor hijo mío, y que la vida te permita ser mejor padre de lo que yo pude ser.” 
Solo en su habitación, un poco borracho y ya sin cigarrillos para fumar, se puso a escribir con la pluma que le había regalado su padre al cumplir dieciocho. Con lágrimas en los ojos, y con la certeza de que ya no tenía absolutamente nada más que perder en su vida, escribió una carta, que era más un ruego que una disculpa. Rogaba por la oportunidad de un reencuentro. Era la primera vez que consideraba posible una reunión, nunca antes se le había ocurrido posible, pero pasaba por un momento que ya nada le importaba, estaba jugado. Con lágrimas en los ojos abrió su corazón, los más profundos sentimientos y las más sinceras justificaciones surgieron. Solo le pedía un café juntos, no pretendía ser el padre que nunca fue, solo una charla. 
Se despidió, firmó y dobló la hoja de en tres. La guardó cuidadosa y parsimoniosamente en el sobre, cuidando de no arrugarla ni ensuciarla, con la lentitud provista por el whisky ingerido. Tomó la última estampilla de su colección, la del Valle de la luna, la lamió y la pegó con delicadeza en el vértice izquierdo superior del sobre. Completó los datos con letra manuscrita intentando hacerla más clara de lo usual, para evitar errores. Algo tambaleante fue hasta el quiosco de la esquina y depositó el sobre en un mini buzón de Correo Argentino que había en la puerta del negocio. 
Los días siguientes al envío de la carta fueron bastante normales, Adolfo se las arregló con los pocos pesos que tenía para comer algo y comprar algunas botellas de licor. No tenía nada para hacer, por lo que pasaba las tardes sentado en plaza congreso, a pocas cuadras del departamento, mirando la gente caminar y las palomas volar. Pensaba en lo insignificante del ser humano, en la cantidad de gente que circulaba junto a él y lo ignoraba. Reflexionaba sobre su vida, sus errores y sus aciertos, y sobre todo pensaba en su hijo. 
-Maldito sea el día que lo dejé ir de mi vida- se decía una y otra vez. Se preguntaba cómo habría sido la niñez de aquel muchacho sin un padre, como habría crecido y convertido en un hombre. Tal vez ya había formado su propia familia, y quizás hasta lo había convertido en abuelo. Posiblemente ya se hubiera recibido de la facultad y tuviera éxito en su profesión. De algo estaba verdaderamente seguro, de que seguramente ya no lo recordaba, y se había olvidado de él. Lo más probable era que ni siquiera tuviera intenciones de conocer a su padre, a un padre que siempre fue ausente, pero Adolfo estaba jugado, no tenía nada que perder, y solo quería verlo al menos una vez para pedirle perdón.
El martes fue a lo de Raúl, pero no para comprar o vender sellos, sino para pedirle prestado un traje. El viejo tal vez no era el más indicado para pedirle eso, pero era el único con el que podía contar en ese momento de su vida. Quienes supieron ser sus amigos fueron alejándose, formando familias o falleciendo a temprana edad gracias a los placeres de una vida libertina. El traje era gris clarito, ajustado y con las solapas un tanto anchas para la moda actual, pero de todas maneras mejor de lo que Adolfo disponía. En sus épocas de playboy, cuando frecuentaba bailes y bares en busca de levante, vestía con los mejores trajes y camisas de primera marca, zapatos italianos y perfumes importados; pero la crisis lo obligó a vender sus lujosos atavíos en casas de ropa usada por unas míseras monedas.
A la mañana siguiente se levantó bien temprano, se bañó, se perfumó como corresponde y se puso el mencionado saco gris de solapas anchas. Fue a la peluquería que frecuentaba desde hacía treinta años, donde un sexagenario de temblorosas manos le cortó el pelo, lo peinó a la gomina y lo afeitó con navaja. Adolfo llegó temprano al bar, y optó por una alejada mesa del sector fumadores, se pidió un cortado como para hacer tiempo y le mangueó un cigarrillo a un tipo que estaba sentado en la mesa de junto. Miraba el reloj de la pared y mientras fumaba pensaba en cómo sería ese momento, en las palabras que usaría; no sabía si lloraría de la emoción o si lograría mantener un perfil serio. Pensó en la cara que pondría su hijo, en las cosas que le diría o que le reclamaría. Especulaba nervioso en un montón de cosas, mientras miraba el reloj. Los minutos pasaron, luego las horas, y nadie aparecía. Su hijo lo conocía por que él le había mandado varias fotos en sus numerosas cartas, así que era imposible que no lo encontrara. Trascurrieron dos, tres horas, y varios cafés, pero nadie aparecía. Su hijo, su única descendencia, su propia sangre lo despreciaba, con cada minuto que pasaba a su alma se le caía un nuevo pedazo. No lo culpaba por no querer volver a verlo, pero esperaba que Dios existiera y le permitiera arrepentirse de su error, y poder pedirle perdón desde lo más hondo de su ser. Ya resignado y llorando,  Adolfo se fue corriendo del bar sin pagar, ante el grito de uno de los mozos. Corrió hasta la cercana estación de Once y se arrojó al paso de uno de los trenes que estaba arribando con lento pero firme andar. Falleció en el acto.
Mientras tanto, en su solitario y vacío departamento una carta se desliza por debajo de la puerta. Un sobre con una estampilla del Valle de la luna, y unas grandes letras rojas impresas digitalmente que rezaban “Sello postal no válido”. La estampilla del valle de la luna había dejado de circular oficialmente hacía un par de años, por lo que el correo la devolvió al remitente. 


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