jueves, 6 de junio de 2019

Cuento: "El fumar daña al corazón"




Las calles estaban completamente desiertas, y solo podía oírse el dulce canto de los pájaros. La paz y el silencio regocijaban el alma. El cielo despejado y una leve brisa apenas fresca componían una mañana ideal. Hacía tiempo que Sergio había abandonado el cigarrillo, pero de todas maneras creyó que sería el momento perfecto para encender uno. Afortunadamente era primero de enero, por lo que no habría un quiosco abierto en varias horas. Se dirigió al parque municipal, con la intención de relajarse un poco y no pensar, despejar la mente. Era el primer año nuevo que pasaba solo desde el fallecimiento de su esposa, y la época de festividades lo tenía mal. Hacía seis meses que su compañera ya no estaba, y no podía dejar de pensar en ella.
Luego de deambular un rato, se sentó sobre el tronco de un gran eucalipto caído. Por varios minutos se limitó a contemplar el cielo completamente celeste, que se dejaba entrever por entre las ramas de los frondosos y gigante árboles. Suspiró sonoramente con una profunda exhalación, y no pudo evitar que las lágrimas brotaran. Lanzó un gritó desgarrador con todas sus fuerzas, que casi lo dejó afónico. Gritó desde lo más profundo de su ser, liberando de cierto modo su cabeza de los tormentos de la memoria. Maldijo a viva voz a todos los santos, insultó a Dios, a la virgen y sobre todo al amor. Solo deseaba morir. Pasó varias horas atormentando su cerebro con recuerdos de su amada esposa perdida, hasta que cerca del mediodía volvió a su solitaria y silenciosa vivienda.
Tenía los ojos enrojecidos de llorar, y el pelo enmarañado. Sentado en una enclenque y sonora silla de madera, tomaba ginebra Bols del pico. Observaba la deprimente habitación, en completo silencio. Las paredes manchadas de humedad, parecían el gigantesco mapa de un conglomerado de islas del pacífico. La escasa luz que ingresaba por la pequeña ventana, filtrada por los mugrosos vidrios, prolongaba tétricas sombras sobre la cama. Contempló, sobre el apelmazado colchón de dos plazas, la desgastada y manchada sábana. Analizó si ésta sería conveniente para sus planes de ahorcarse, pero luego prefirió reemplazarla por el alargue del cable de la cortadora de césped. Apuró los últimos tragos y, tambaleante, fue a buscar la extensión eléctrica. Hizo los nudos correspondientes, y se subió a la destartalada mesa. Crujió y se sacudió, pero soportó el peso. Sergio, a pesar de su embriaguez, se dispuso para atar el improvisado lazo al reseco tirante de pino. Se quemó los dedos con la desnuda chapa caliente del techo, pero se las arregló para preparar todo. Estaba a punto de enroscar el cable a su cuello, cuando escuchó una voz. Se quedó quieto un momento, pensando que era su imaginación. Luego de un breve silencio retomó su tarea, pero volvió a oírla. “No seas pelotudo, no hagas ninguna cagada” decía. Se dio vuelta y ahí la vio. Recostada placidamente sobre la cama estaba su adorada y dulce esposa.
A tal punto fue el cagazo y la sorpresa de Sergio, que tropezó y cayó de la mesa, rompiéndola en pedacitos. La voz espectral de su esposa volvió a escuchase “¡Siempre el mismo nabo! Ahora vas a tener que ocuparte de comprar una mesa nueva, porque esa no sirve ni para prender el asado”.
“Pero eso es lo de menos Azul de mi vida, lo importante es que estás acá. ¡No sabes lo que te extrañé, lo que sufrí, lo solo que estuve sin vos!” Sergio se acercó tambaleante, mezcla del pedo, del golpe y de la sorpresa, hasta el borde de la cama. Abrió los brazos y se arrojó sobre su amada. Tardó un par de segundos en darse cuenta que no había nadie a quien tocar, y que estaba besando a una almohada.
“Soy un fantasma Sergio” dijo la mujer con un demostrativo tono de hartazgo. “¡Siempre mamado vos! Pensé que habías cambiado un poco en este tiempo”.
Luego de pasada la sorpresa, se calmaron los ánimos y ella lo puso al tanto de la situación. Le dijo que no solo había vuelto a este mundo para estar con él, sino también para cambiarlo y encarrilarlo. “No quiero que arruines tu vida, Viejo”. Le señaló que él era demasiado tiro al aire, larva, borracho y haragán. Afortunadamente ella estaba aquí para cambiar todo eso. “Te voy a enderezar y te voy a hacer un hombre nuevo. Cuando finalmente lo logre, podré irme definitivamente con la seguridad de que vas a estar bien.”. Le explicó que solo él podía verla y oírla. Remarcó que no podría ascender al más allá hasta que su misión estuviera cumplida. Lamentablemente solo podría materializarse dentro del domicilio, porque ese era el lugar en el cual ocurrió el desagradable incidente de su fallecimiento.

Fue un día gris de Julio, Azul había preparado todo para darse una buena ducha caliente. Hacía un frío terrible, y como no contaban con el servicio de gas domiciliario, debió encender el calentador “Bram- Metal” a Kerosene, y  llevarlo al baño para calentarlo mínimamente. Subida sobre una banqueta, llenó con un balde el calefón eléctrico que colgaba de un viejo clavo en la pared. El salón de baño era increíblemente pequeño, a tal punto que la puerta apenas tenía lugar para abrirse sin golpear con los sanitarios. Las paredes estaban descascaradas y manchadas por la humedad. La habitación apenas se iluminaba, gracias a un diminuto y oxidado ventiluz. El vidrio ampollado le confería una extraña textura a la claridad que ingresaba del exterior, casi como pastosa. El techo, sin cielo raso, consistía solo en una vieja chapa de zinc, y tirantes de una  madera mohosa. Un foco de veinticinco watts colgaba solitario en el centro del cuarto, rodeado de telarañas. La cuarentona mujer, se desvistió mientras se calentaba el agua. Tomó ropa interior limpia al azar, y se fue a bañar. Llevaba ropa al baño para poder cambiarse allí, y aprovechar la calefacción otorgada por el calentador.
Se enjabonó y enjuagó rápida y dificultosamente. La tarea se dificultaba debido al breve y escaso chorro de agua, pero ya estaba acostumbrada. No tenían agua corriente, y hacía años que se abastecían con una bomba manual que había en el patio. Se secó primero el pelo lacio y extenso, que le llegaba hasta de la cintura. A pesar de la edad siempre tuvo el pelo negro y bien oscuro, sin necesidad de teñirse. Luego continuó por secar el cuerpo. Se mantenía bastante bien, considerando el escaso cuidado que le prestaba al aspecto físico. Jamás utilizó cremas, lociones o perfumes. Tenía la tez un tanto oscura, mitad por la herencia, y mitad por una vida de trabajo duro al aire libre. Trabajaba desde pequeña cosechando verduras en una quinta cercana, la cual pertenecía a unos ancianos portugueses.
Se puso el corpiño, y se ató la toalla tipo turbante. Pasó la bombacha por la pierna derecha, y cuando iba a hacer lo mismo con la izquierda se patinó. Cayó estrepitosamente, dando con la cabeza en el inodoro. Murió al instante.
Sergio la encontró a la noche, cuando volvía de trabajar en el negocio. Desnuda, con la ropa interior a medio poner,  y en medio de un gran charco de sangre. El retrete se había roto, y el agua brotaba en dirección a la habitación. La casa entera estaba inundada, con excepción de la mínima porción que ocupaba el inerte cuerpo. El agua parecía evitar ese punto. Parecía no querer borrar el último vestigio de la vida de Azul. Llamó a la ambulancia, la cual tardó cerca de media hora en llegar. Para ese momento, él ya estaba convencido de que no había chances. Fumó su último cigarrillo sentado en el umbral de la puerta, mientras esperaba a los médicos. Nunca olvidará ese momento.

El primer tiempo desde el reencuentro fue fabuloso. Pasaban casi todo el día juntos. Se mimaban, y se decían cosas dulces todo el tiempo. Siempre recordaban momentos románticos de su relación. Aquellas vacaciones en Mar de las Pampas, las primeras citas, y cuando iban al parque de diversiones que anualmente visitaba el pueblo. Hablaban, y conversaban románticamente. Se entendían mejor que cuando ella estaba viva.
Pasó aproximadamente un mes, y Sergio debió dedicarle más tiempo a su trabajo. Era la época de temporada alta, y los clientes se multiplicaban. Había mucho turismo en la ciudad, y el puesto de helados vendía como nunca. De lunes a jueves vendía en la plaza del centro, y de viernes a domingo iba a la laguna. Generalmente llegaba tarde, y ella no dudaba en recriminárselo. “¡Mirá la hora que es! ¿Te parecen horas de venir? Vos tomate tu tiempo...total la estúpida te espera hasta las tres de la mañana. Esto no es un hotel”. Le decía a los gritos, parada frente a la puerta de entrada, con los brazos en jarra.
Poco a poco la cosa fue volviendo a la normalidad. Pasado el primer tiempo de alegría por el reencuentro, los dos retomaron su antigua y verdadera personalidad. Ella dejó de ser dulce y comprensiva, para volver a ser rezongona, pesada, insoportable y gritona como en su época física. Él por su parte, dejó de ser cálido, cariñoso y bondadoso, para volverse áspero, tosco y violento. Azul vivía gritándole todo el tiempo, y él no la aguantaba. Para colmo ahora no podía pegarle una cachetada para que dejara de molestar, como solía hacer antes. La mujer rompía las bolas día y noche, y la única manera de no escucharla era estar borracho. Sergio retomó la bebida para poder soportar el castigo de su mujer.
“No servís para nada, sos un fracasado. Toda tu vida en pedo. ¿Cuándo vas a crecer? Sos un chiquilín, un pelotudo. Mamá tenía razón, no se para que me casé con vos. Ella siempre me dijo que no me juntara con un haragán como vos.” Los gritos y reproches solo agravaban la situación. Él quería escaparse cada vez más, no quería volver a su casa ni en broma. Siempre paraba un par de horas en un bar antes de volver a su vivienda. Periódicamente se iba al puterío del pueblo después del trabajo, y a veces pasaba días sin volver. Aparecía al tiempo, barbudo, con olor a licor, despeinado y sucio. Azul lo veía y deseaba poder golpearlo. Poder tirarle con algo al menos. Él se tapaba los oídos con algodón, y se iba a dormir. Ya ni la miraba siquiera, no podía ni  verla. Llegó incluso a pensar nuevamente en suicidarse, pero lo aterraba tener que encontrársela en el otro mundo.
Una mañana durmió hasta tarde, y se quedó un rato tirado en la cama para pensar. Se puso a recapacitar un poco y se dio cuenta de que la relación, como estaba en ese momento, no iba a funcionar. Si seguían así terminarían mal. Algo tenía que cambiar por que ambos estaban sufriendo demasiado. La llamó a su mujer desde la cama, y haciendo un gesto con la cabeza la invito a sentarse en el borde. Le pidió perdón por el maltrato, y le aseguró que todo iba a cambiar. “Te prometo amor, que de ahora en más va a ser distinto. No vas a tener que preocuparte más por mí. No voy a volver a darte motivos para que te enojes, ni te voy a hacer renegar más.” Ella se puso contenta y le devolvió una tierna sonrisa. Su marido iba finalmente a cambiar, y lo haría por ella. Intentó acariciarle el rostro, pero su mano traspasó la carne como si fuera humo. Una tierna lágrima rodó por la mejilla del fantasma. Era feliz una vez más. “¡Al fin me vas a hacer caso! Vas a dejar la bebida, y el cigarrillo. Ya no vas a ir más de putas. Vas a trabajar duro y a refaccionar la casa. Vamos a ser felices, los dos juntos por siempre.”Sergio asentía a lo que ella decía, con una extraña sonrisa en el rostro. Se levantó decidido de la cama, y tomó algo de plata. Se puso una campera de hilo sobre los hombros, y agarró las llaves de la mesa de luz. Desde la puerta, le gritó de la manera mas dulce posible al espíritu de su esposa; “Ahora vengo mi amor, voy al quiosco a comprar cigarrillos”.
Él nunca más apareció. La pobre Azul aún lo espera, sin poder salir de su casa. Sin que nadie la pueda oír. Sin que nadie la pueda ver, y sobre todo, sin que nadie la pueda amar.


Publicado en “La idea fija” de Mariano Contrera
Editorial “Cien kilómetros”.
2010