Las calles estaban completamente desiertas, y
solo podía oírse el dulce canto de los pájaros. La paz y el silencio
regocijaban el alma. El cielo despejado y una leve brisa apenas fresca
componían una mañana ideal. Hacía tiempo que Sergio había abandonado el
cigarrillo, pero de todas maneras creyó que sería el momento perfecto para
encender uno. Afortunadamente era primero de enero, por lo que no habría un
quiosco abierto en varias horas. Se dirigió al parque municipal, con la intención
de relajarse un poco y no pensar, despejar la mente. Era el primer año nuevo
que pasaba solo desde el fallecimiento de su esposa, y la época de festividades
lo tenía mal. Hacía seis meses que su compañera ya no estaba, y no podía dejar
de pensar en ella.
Luego de deambular un rato, se sentó sobre el
tronco de un gran eucalipto caído. Por varios minutos se limitó a contemplar el
cielo completamente celeste, que se dejaba entrever por entre las ramas de los
frondosos y gigante árboles. Suspiró sonoramente con una profunda exhalación, y
no pudo evitar que las lágrimas brotaran. Lanzó un gritó desgarrador con todas
sus fuerzas, que casi lo dejó afónico. Gritó desde lo más profundo de su ser,
liberando de cierto modo su cabeza de los tormentos de la memoria. Maldijo a
viva voz a todos los santos, insultó a Dios, a la virgen y sobre todo al amor.
Solo deseaba morir. Pasó varias horas atormentando su cerebro con recuerdos de
su amada esposa perdida, hasta que cerca del mediodía volvió a su solitaria y
silenciosa vivienda.
Tenía los ojos enrojecidos de llorar, y el
pelo enmarañado. Sentado en una enclenque y sonora silla de madera, tomaba
ginebra Bols del pico. Observaba la deprimente habitación, en completo silencio.
Las paredes manchadas de humedad, parecían el gigantesco mapa de un
conglomerado de islas del pacífico. La escasa luz que ingresaba por la pequeña
ventana, filtrada por los mugrosos vidrios, prolongaba tétricas sombras sobre
la cama. Contempló, sobre el apelmazado colchón de dos plazas, la desgastada y
manchada sábana. Analizó si ésta sería conveniente para sus planes de
ahorcarse, pero luego prefirió reemplazarla por el alargue del cable de la
cortadora de césped. Apuró los últimos tragos y, tambaleante, fue a buscar la
extensión eléctrica. Hizo los nudos correspondientes, y se subió a la
destartalada mesa. Crujió y se sacudió, pero soportó el peso. Sergio, a pesar
de su embriaguez, se dispuso para atar el improvisado lazo al reseco tirante de
pino. Se quemó los dedos con la desnuda chapa caliente del techo, pero se las
arregló para preparar todo. Estaba a punto de enroscar el cable a su cuello,
cuando escuchó una voz. Se quedó quieto un momento, pensando que era su
imaginación. Luego de un breve silencio retomó su tarea, pero volvió a oírla.
“No seas pelotudo, no hagas ninguna cagada” decía. Se dio vuelta y ahí la vio.
Recostada placidamente sobre la cama estaba su adorada y dulce esposa.
A tal punto fue el cagazo y la sorpresa de
Sergio, que tropezó y cayó de la mesa, rompiéndola en pedacitos. La voz
espectral de su esposa volvió a escuchase “¡Siempre el mismo nabo! Ahora vas a
tener que ocuparte de comprar una mesa nueva, porque esa no sirve ni para
prender el asado”.
“Pero eso es lo de menos Azul de mi vida, lo
importante es que estás acá. ¡No sabes lo que te extrañé, lo que sufrí, lo solo
que estuve sin vos!” Sergio se acercó tambaleante, mezcla del pedo, del golpe y
de la sorpresa, hasta el borde de la cama. Abrió los brazos y se arrojó sobre
su amada. Tardó un par de segundos en darse cuenta que no había nadie a quien
tocar, y que estaba besando a una almohada.
“Soy un fantasma Sergio” dijo la mujer con un
demostrativo tono de hartazgo. “¡Siempre mamado vos! Pensé que habías cambiado
un poco en este tiempo”.
Luego de pasada la sorpresa, se calmaron los
ánimos y ella lo puso al tanto de la situación. Le dijo que no solo había
vuelto a este mundo para estar con él, sino también para cambiarlo y encarrilarlo.
“No quiero que arruines tu vida, Viejo”. Le señaló que él era demasiado tiro al
aire, larva, borracho y haragán. Afortunadamente ella estaba aquí para cambiar
todo eso. “Te voy a enderezar y te voy a hacer un hombre nuevo. Cuando
finalmente lo logre, podré irme definitivamente con la seguridad de que vas a
estar bien.”. Le explicó que solo él podía verla y oírla. Remarcó que no podría
ascender al más allá hasta que su misión estuviera cumplida. Lamentablemente solo
podría materializarse dentro del domicilio, porque ese era el lugar en el cual
ocurrió el desagradable incidente de su fallecimiento.
Fue un día gris de Julio, Azul había preparado
todo para darse una buena ducha caliente. Hacía un frío terrible, y como no
contaban con el servicio de gas domiciliario, debió encender el calentador
“Bram- Metal” a Kerosene, y llevarlo al
baño para calentarlo mínimamente. Subida sobre una banqueta, llenó con un balde
el calefón eléctrico que colgaba de un viejo clavo en la pared. El salón de
baño era increíblemente pequeño, a tal punto que la puerta apenas tenía lugar
para abrirse sin golpear con los sanitarios. Las paredes estaban descascaradas
y manchadas por la humedad. La habitación apenas se iluminaba, gracias a un
diminuto y oxidado ventiluz. El vidrio ampollado le confería una extraña
textura a la claridad que ingresaba del exterior, casi como pastosa. El techo,
sin cielo raso, consistía solo en una vieja chapa de zinc, y tirantes de
una madera mohosa. Un foco de
veinticinco watts colgaba solitario en el centro del cuarto, rodeado de
telarañas. La cuarentona mujer, se desvistió mientras se calentaba el agua.
Tomó ropa interior limpia al azar, y se fue a bañar. Llevaba ropa al baño para
poder cambiarse allí, y aprovechar la calefacción otorgada por el calentador.
Se enjabonó y enjuagó rápida y
dificultosamente. La tarea se dificultaba debido al breve y escaso chorro de
agua, pero ya estaba acostumbrada. No tenían agua corriente, y hacía años que
se abastecían con una bomba manual que había en el patio. Se secó primero el
pelo lacio y extenso, que le llegaba hasta de la cintura. A pesar de la edad
siempre tuvo el pelo negro y bien oscuro, sin necesidad de teñirse. Luego
continuó por secar el cuerpo. Se mantenía bastante bien, considerando el escaso
cuidado que le prestaba al aspecto físico. Jamás utilizó cremas, lociones o
perfumes. Tenía la tez un tanto oscura, mitad por la herencia, y mitad por una
vida de trabajo duro al aire libre. Trabajaba desde pequeña cosechando verduras
en una quinta cercana, la cual pertenecía a unos ancianos portugueses.
Se puso el corpiño, y se ató la toalla tipo
turbante. Pasó la bombacha por la pierna derecha, y cuando iba a hacer lo mismo
con la izquierda se patinó. Cayó estrepitosamente, dando con la cabeza en el inodoro.
Murió al instante.
Sergio la encontró a la noche, cuando volvía
de trabajar en el negocio. Desnuda, con la ropa interior a medio poner, y en medio de un gran charco de sangre. El
retrete se había roto, y el agua brotaba en dirección a la habitación. La casa
entera estaba inundada, con excepción de la mínima porción que ocupaba el
inerte cuerpo. El agua parecía evitar ese punto. Parecía no querer borrar el último
vestigio de la vida de Azul. Llamó a la ambulancia, la cual tardó cerca de
media hora en llegar. Para ese momento, él ya estaba convencido de que no había
chances. Fumó su último cigarrillo sentado en el umbral de la puerta, mientras
esperaba a los médicos. Nunca olvidará ese momento.
El primer tiempo desde el reencuentro fue
fabuloso. Pasaban casi todo el día juntos. Se mimaban, y se decían cosas dulces
todo el tiempo. Siempre recordaban momentos románticos de su relación. Aquellas
vacaciones en Mar de las Pampas, las primeras citas, y cuando iban al parque de
diversiones que anualmente visitaba el pueblo. Hablaban, y conversaban
románticamente. Se entendían mejor que cuando ella estaba viva.
Pasó aproximadamente un mes, y Sergio debió
dedicarle más tiempo a su trabajo. Era la época de temporada alta, y los
clientes se multiplicaban. Había mucho turismo en la ciudad, y el puesto de
helados vendía como nunca. De lunes a jueves vendía en la plaza del centro, y
de viernes a domingo iba a la laguna. Generalmente llegaba tarde, y ella no
dudaba en recriminárselo. “¡Mirá la hora que es! ¿Te parecen horas de venir?
Vos tomate tu tiempo...total la estúpida te espera hasta las tres de la mañana.
Esto no es un hotel”. Le decía a los gritos, parada frente a la puerta de
entrada, con los brazos en jarra.
Poco a poco la cosa fue volviendo a la
normalidad. Pasado el primer tiempo de alegría por el reencuentro, los dos
retomaron su antigua y verdadera personalidad. Ella dejó de ser dulce y comprensiva,
para volver a ser rezongona, pesada, insoportable y gritona como en su época física.
Él por su parte, dejó de ser cálido, cariñoso y bondadoso, para volverse
áspero, tosco y violento. Azul vivía gritándole todo el tiempo, y él no la
aguantaba. Para colmo ahora no podía pegarle una cachetada para que dejara de
molestar, como solía hacer antes. La mujer rompía las bolas día y noche, y la
única manera de no escucharla era estar borracho. Sergio retomó la bebida para
poder soportar el castigo de su mujer.
“No servís para nada, sos un fracasado. Toda
tu vida en pedo. ¿Cuándo vas a crecer? Sos un chiquilín, un pelotudo. Mamá
tenía razón, no se para que me casé con vos. Ella siempre me dijo que no me
juntara con un haragán como vos.” Los gritos y reproches solo agravaban la
situación. Él quería escaparse cada vez más, no quería volver a su casa ni en
broma. Siempre paraba un par de horas en un bar antes de volver a su vivienda. Periódicamente
se iba al puterío del pueblo después del trabajo, y a veces pasaba días sin
volver. Aparecía al tiempo, barbudo, con olor a licor, despeinado y sucio. Azul
lo veía y deseaba poder golpearlo. Poder tirarle con algo al menos. Él se
tapaba los oídos con algodón, y se iba a dormir. Ya ni la miraba siquiera, no
podía ni verla. Llegó incluso a pensar
nuevamente en suicidarse, pero lo aterraba tener que encontrársela en el otro
mundo.
Una mañana durmió hasta tarde, y se quedó un
rato tirado en la cama para pensar. Se puso a recapacitar un poco y se dio
cuenta de que la relación, como estaba en ese momento, no iba a funcionar. Si
seguían así terminarían mal. Algo tenía que cambiar por que ambos estaban
sufriendo demasiado. La llamó a su mujer desde la cama, y haciendo un gesto con
la cabeza la invito a sentarse en el borde. Le pidió perdón por el maltrato, y
le aseguró que todo iba a cambiar. “Te prometo amor, que de ahora en más va a
ser distinto. No vas a tener que preocuparte más por mí. No voy a volver a darte
motivos para que te enojes, ni te voy a hacer renegar más.” Ella se puso
contenta y le devolvió una tierna sonrisa. Su marido iba finalmente a cambiar,
y lo haría por ella. Intentó acariciarle el rostro, pero su mano traspasó la
carne como si fuera humo. Una tierna lágrima rodó por la mejilla del fantasma.
Era feliz una vez más. “¡Al fin me vas a hacer caso! Vas a dejar la bebida, y
el cigarrillo. Ya no vas a ir más de putas. Vas a trabajar duro y a refaccionar
la casa. Vamos a ser felices, los dos juntos por siempre.”Sergio asentía a lo
que ella decía, con una extraña sonrisa en el rostro. Se levantó decidido de la
cama, y tomó algo de plata. Se puso una campera de hilo sobre los hombros, y
agarró las llaves de la mesa de luz. Desde la puerta, le gritó de la manera mas
dulce posible al espíritu de su esposa; “Ahora vengo mi amor, voy al quiosco a
comprar cigarrillos”.
Él nunca más apareció. La pobre Azul aún lo
espera, sin poder salir de su casa. Sin que nadie la pueda oír. Sin que nadie
la pueda ver, y sobre todo, sin que nadie la pueda amar.
Publicado en “La idea fija” de Mariano
Contrera
Editorial “Cien kilómetros”.
2010
No hay comentarios:
Publicar un comentario