viernes, 4 de septiembre de 2020

Cuento: "Palabras cruzadas" (2013)



Crecencio era sin duda el tipo más inteligente y experimentado de toda la Redacción del popular diario de tirada nacional en el cual trabajaba. Hacía cerca de treinta años que trabajaba allí, aprendió el oficio de quien antes ocupó su lugar, y lo defendía con uñas y dientes. Su oficina estaba en el subsuelo del edificio, un signo inequívoco de que la redacción no le daba demasiada importancia al crucigrama diario. En varias oportunidades intentaron quitarlo directamente, y utilizar ése espacio para “frases de renovación espiritual” como le llamaron los jefes de marketing, pero Crecencio opuso tan enfáticamente que los jefes lo mantuvieron en su cargo. Después de todo costaba muy poco, el sueldo era el mínimo desde hacía veintiocho años. -En cuanto se enferme o falte un par de días lo sacamos a la mierda- expresó un alto directivo en varias oportunidades, pero lo cierto era que Crecencio nunca faltaba, mitad por amor al trabajo, y  mitad por no tener otra cosa que hacer. Era un tipo introvertido, silencioso, soltero y, desde que falleció su madre, solitario también, un verdadero pelotudo. Pelado, de gruesos y antiguos anteojos verdosos, vestía invariablemente un arrugado saco y amarillenta camisa blanca. Siempre acompañado de un andrajoso portafolios marrón de cuero, éste cincuentón, petiso y encorvado, hacía las delicias de los burlones compañeros de trabajo, quienes lo apodaban “El Topo”.
-Crescencio es muy inteligente- solía decir su madre- En el colegio siempre sacaba diez, por eso los compañeritos le pegaban, le tenían envidia. Ahora trabaja el en diario, y es una persona muy importante, encargado de sección.- La vieja estaba orgullosa de su hijo, y perdía ocasión de enrostráselo a las demás veteranas del barrio.
Crecencio utilizaba el método tradicional para la confección de crucigramas, nada de computadoras con programas que lo hacen automáticamente ni descargas de Internet, tomaba una cuadrícula en blanco y la iba llenando. Era impresionante lo amplio de su vocabulario, durante tantos años en ese trabajo había desarrollado una capacidad increíble para las palabras, además de una inteligencia fuera de lo normal. Tenía en su mente los significados de cada palabra, la cantidad de letras y la ortografía perfecta. Su único compañero de trabajo era un antiguo y manoseado diccionario, con el lomo ajado y las páginas amarillentas, era el único implemento que habían accedido a comprarle los miserables dueños de la compañía. Los diccionarios eran su pasión oculta, se perdía horas enteras navegando por las librerías de la calle Corrientes, muchas de libros usados, buscando ediciones antiguas. Su otra atracción era el ajedrez, jugaba desde los ocho años años cuando salió campeón infantil, todos los sábados y domingos por la tarde se acercaba hasta Parque Rivadavia, donde jugaba con los viejos del barrio en las mesas con tablero de la plaza, y de paso examinaba los puestos de libros usados en busca de algún que otro  libro. Pero la verdadera pasión era su trabajo, muchas veces pasaba horas y horas en busca de una palabra que combinara con las demás casillas, una particular palabra que cerrara y completara la danza de letras que era un crucigrama, en la que todo encajaba a la perfección. Entraba a trabajar a las ocho de la mañana, pero el trabajo continuaba en su casa la mayoría de las veces. Hasta altas horas de la noche buscaba en diccionarios y enciclopedias la palabra justa, que cerrara el círculo perfecto de casillas cuadriculadas. Su trabajo realmente era un arte, al menos de la manera en que él lo realizaba, a la vieja usanza y manualmente, un arte muy menospreciado y raramente percibido. A decir verdad, nadie le daba bola al crucigrama, quizá el de la revista dominical recibía un poco más de atención, pero el que salía todos los días en la anteúltima página del diario no era tenido en cuenta por casi nadie. Sabía de unos viejos en Villa Urquiza que se reunían para resolverlo en la cantina de un club mientras tomaban Vermut, un cuidador nocturno de una fábrica que lo utilizaba para amenizar las horas, y la lista terminaba ahí, por eso mismo le llamó enormemente la atención la llegada de una carta a la redacción del diario a su nombre.
Era de una tal Violeta, de la ciudad de Navarro.
Estimado señor CrecencioWilhelm, el motivo de ésta carta es expresarle toda mi gratitud y agradecimiento por las horas de diversión y entretenimiento que me permiten sus crucigramas cotidianos.
Tengo treinta y dos años, vivo sola y gracias a usted tengo unos momentos de esparcimiento. No quisiera aburrirlo con mis problemas, pero tengo a mi madre internada desde hace varios años, todos los días cuando voy a visitarla compro el diario, y sus palabras cruzadas nos hacen compañía. Los resolvemos juntas, aunque ella está en coma yo le hablo y le consulto sobre cada letra. Espero sepa disculpar el medio escrito por el cual le envío la presente, no tengo computadora y no tengo mucha idea de cómo mandar un e-mail, por lo que me resultó más fácil hacerlo a mano. (Lo cierto era que Crecencio tampoco contaba con una computadora, ni en el trabajo ni en su departamento, no le encontraba utilidad)
Soy una gran admiradora de su sección, y no hay día que no me pierda entre sus casillas vacías o tropiece con alguna de sus negras.
Desde ya muchas gracias y disculpe las molestias.
Violeta.
Escrita a mano, en una hermosa letra cursiva, delicada y precisa, como de maestra de escuela, la carta significó mucho más que eso para ambos. Para Crecencio fue un nuevo impulso en su trabajo, y la reafirmación de que su trabajo le hace bien a alguien aparte de a sí mismo. Para Violeta fue en parte una liberación, hacía años que hacía algo para ella y no para su madre. Su madre había tenido un accidente cerebro vascular (A.C.V.) hace cerca de veinte años, y desde entonces estaba en coma, Violeta tenía diecisiete en ese entonces, y hasta el día de hoy ha vivido pendiente de su madre. Nunca salió a bailar, nunca tuvo novio, y en todos ésos años no hizo otra cosa que pensar en su pobre y santa madre. Era una chica muy bonita, pero muy achacada por la vida. Vestida con lo más cómodo solamente, alpargatas, pantalones bolsudos, algún sweater, calzones de vieja, ni hablar de maquillarse, apenas si conocía el lápiz de labios, que una vez al año se ponía, para el cumpleaños de la vieja. Llevaba el pelo siempre atado, lacio y bastante largo, sin ocultar en lo más mínimo sus numerosas canas, caminaba media encorvada, tal vez por el mismo peso de los problemas que cargaba. Vivía sola en la casa que antes supo compartir con su madre, alcanzaba a pagar los impuestos limpiando la casa de un par de vecinas conchetas.
Crecencio le devolvió la atención, y por medio de otra carta manuscrita, contestó y agradeció efusivamente haberse tomado la molestia de escribirle. Le dio palabras de aliento en su situación personal y brevemente le comentó de su miserable existencia, intentando que no sonara tan horrible como en verdad era. Los intercambios epistolares continuaron por varios meses, como se hizo por cientos de años: esas dos personas esperaban cada una la respuesta de la otra, que podía tardar entre un par de días y un mes, dependiendo de la benevolencia del cartero. Sus vidas eran la una para la otra, y ambas podrían haber sido acopladas encajando perfectamente. Se enamoraron, las palabras de cada una alegraban la vida del otro, estas dos personas a la distancia supieron reconfortar y dar sentido a la vida del otro.
Pasaron un par de años, hasta que finalmente un diciembre de 2006 Crescencio le envió siempre por correo un crucigrama personalizado, en el que todas las palabras eran elogios, piropos y adjetivos benevolentes. Violeta lo resolvió junto con su madre, al momento que le comunicaba sobre su enamoramiento epistolar. La carta, al final, recitaba una simple pero concisa invitación. “La amo. Vivamos juntos.”
La respuesta de Violeta fue por medio de una escueta y concisa carta, que sólo rezaba lo siguiente.
Acepto. Me ha hecho usted una mujer feliz por primera vez en la vida, pero debo advertirle que no puedo abandonar a mi madre. Se encuentra muy enferma de una mal terminal y debo cuidar de ella hasta sus últimos días. Cuento con espacio de sobra en mi casa, si gusta podemos aquí, en la hermosa ciudad de Navarro, afianzar nuestro nido de amor.
Completamente suya.
Violeta
Crecencio renunció al diario, cuyo espacio fue reemplazado por la nueva sección “Efemérides” donde un estudiante de periodismo en pasantía ad honorem buscaba en Internet y copiaba “Cosas que ocurrieron en un día como hoy”, puso a la venta su casa en Floresta, que supo ser de su familia, y se mudó para Navarro.
Al llegar, Violeta lo estaba esperando en la parada del colectivo, él llevaba dos bolsos solamente, exclusivamente su ropa y su diccionario, no necesitaría de nada más. Mientras descendía los escalones del micro, Crecencio pudo ver por primera vez el rostro de la extraña joven, tenía el cutis por demás pálido, por lo  que sus enormes ojos negros resaltaban por demás. Sus labios eran carnosos y gruesos parecían flotar en ése nebuloso rostro. Era una mañana clara y fresca, hacía frío pero el sol se las arreglaba para calentar al menos los rostros de los enamorados. El trayecto hasta su casa fue por demás incómodo, y ninguno de los dos emitió palabra. Se miraban de reojo mientras caminaban, pero ninguno se atrevió a expresar sonido. Cuando pudo la miró de cuerpo entero, quizás era demasiado flaca, pero exceptuando una postura corporal incorrecta, no había nada que le quitara la belleza innata. Llegaron a la casa, era pintoresca, pequeña y vieja, pero cuidada, se notaba la mano de una mujer dedicada en ella. Dejaron el bolso junto a la puerta, cerraron, y se arremolinaron en una tormenta de pasión. Besos desenfrenados, dejaron sus ropas desparramadas en el trayecto hacia la habitación, y se amaron por horas, hasta que anocheció y el sueño se apoderó de ellos. Durmieron toda la noche, exhaustos por las tareas amatorias de la víspera.
Al despertar, una nota sobre la mesa de luz le explico que su acompañante, y desde ése momento su concubina, había partido al hospital a visitar a su madre. “Le dejé el desayuno en la cocina amor mío”, finalizaba la nota. Crecencio se levantó, y desayuno con una imborrable sonrisa, no podía creer su propia felicidad, la cual no había experimentado jamás en su vida. Hacía años que no tenía sexo y, por lo que recordaba, el de esa noche había sido algo espectacular. Había hecho el amor por horas, con una mujer que además de ser virgen, era veinte años menor que él. Comió las tostadas con manteca, y bebió el café con leche. Salió a conocer la ciudad y a buscar trabajo, en el periódico local lo contrataron al instante, con su experiencia en el más importante diario nacional no le fue difícil. Su tarea, aparte de la del crucigrama que explícitamente pidió, era la de una editorial semanal de mil palabras, no era su campo, pero tampoco nada demasiado complicado. El sueldo no era espectacular pero bastaría para una modesta jubilación.
Regresó feliz a su casa, mirando las copas de los árboles, oyendo el canto de los pájaros, y respirando aire puro, todas esas cosas imposibles de lograr en la capital federal, con la satisfacción de una tarea bien realizada, ése nuevo empleo significaba el comienzo de una vida nueva y mejor. Al ingresar a su nueva morada, se encontró con Violeta, su amada futura esposa, sentada en la mesa del comedor, con los ojos enrojecidos por haber llorado. No alcanzó Crecencio a cerrar la puerta que la joven se arrojó a sus brazos, él esperaba una romántica bienvenida, pero recibió insultos, golpes y cachetadas que hicieron volar sus anteojos hasta debajo de un aparador.
-¡Estúpido, hijo de puta, desgraciado!- Violeta estaba encolerizada, se abalanzó sobre él con furia desmedida. Le rasguñó la cara en la mejilla derecha, e intentó tirar de su pelo.
- Pero mi amor… ¿Qué pasa, porqué estás así? Quería contarte que conseguí trabajo, en el periódico local.-
-Mamá murió, ayer, mientras nosotros estábamos haciendo esas cosas en la pieza, esas cosas chanchas, ella me esperó y yo no aparecí. Tal vez pensó que me había pasado, quizá se sintió abandonada, o tal vez simplemente le había llegado su hora, pero yo a ésa hora debí estar allí. ¿No entiende? Se fue exactamente a la hora en la que yo voy todos los días. Cuando fui hoy me estaban esperando las enfermeras, querían que la viera antes de moverla. Tenía el diario en sus manos, en la anteúltima página, en la cual sus crucigramas fueron reemplazados por unas miserables efemérides. Fue culpa mía en realidad, no suya, culpa mía por haberme enamorado de un idiota como usted, si jamás nos hubiéramos conocido, mamita estaría todavía conmigo. En el diario que la vieja tenía en sus manos, alcanzó a escribir en uno de los márgenes con lapicera “Me dejaste sin palabras cruzadas”. Váyase, no quiero verlo nunca más.- De un empujón lo sacó fuera de su casa, y le cerró la puerta en la cara.
Crecencio supo en ése preciso momento que su vida había terminado. Hubiera preferido no haber salido nunca de ése oscuro sótano y no haber conocido jamás el amor, porque es peor amar y perder, que jamás haber amado. El pobre viejo no sabía qué decir, se había quedado sin adjetivos, sin sinónimos, sin antónimos ni verbos. Ya no tenía apócopes, conjunciones ni adverbios, que pudieran explicar el vacío que tenía dentro, no era tristeza, no era enojo ni nostalgia, era simplemente la ausencia de vida en su interior.
Esa noche no durmió, la pasó en un bar tomando ginebra. A la mañana siguiente fue a ver a Violeta, con la esperanza de que ya se hubieran calmado las aguas. Cuando ella abrió la puerta el alma de Crescencio se llenó de esperanzas, las cuales desaparecieron al ver que solamente lo hizo para sacar los bolsos que aún permanecían intactos desde el momento en que llegó. Caminó hasta la terminal de ómnibus, y compró el primer boleto a la capital. Mientras esperaba el colectivo sentado en un banco público, revisó sus maletas en busca de su único afecto incondicional, el único que jamás lo había abandonado. No era como su madre que falleció cuando él era niño, ni como su padre que huyó con otra mujer, ni como el perro de su infancia desaparecido un año nuevo, su amado diccionario era fiel. No estaba. Revisó el otro bolso, tampoco. Los abrió y vació su contenido íntegro en el piso, buscó desenfrenadamente desparramando ropa por doquier. No estaba el diccionario. Su único compañero inseparable había dejado de serlo. Con la vista perdida en la única y diminuta nube del cielo, caminó hasta la playa de estacionamiento, y mientras llegaba un enorme micro de dos pisos, se arrojó a su paso, mientras susurraba para sí mismo:
-Que crueles las mujeres, que con el sólo encanto de su belleza pueden dejarnos sin palabras, pero que inevitablemente con el correr del tiempo nos quitan la decisión, la última palabra.-