miércoles, 25 de abril de 2018

Amor clandestino


Le arranco la camisa, los botones vuelan, con el hambre de un náufrago nos consumimos mutuamente la boca, nos besamos salvajemente mientras manoseo su cuello con mis manos. Me quita la ropa a tirones, y deja salir esa faceta furiosa y febril. Ese look de oficinista me vuelve loco, tan pulcra y ordenada con sus pequeños anteojos de marco negro, y a la vez tan indecorosa con sus medias  de red y el portaligas de encaje... Rebotamos contra los azulejos en las paredes del baño, mientras lacero con mis dientes los negros lunares de sus senos. Sin darnos cuenta, activamos el ruido a turbinas de un secador de manos y, casi instintivamente, nos encerramos en un cubículo. Apenas alcanza a trabar la puerta, y ya la tomo por detrás, le beso la nuca y nuestros brazos se suman, se multiplican. La agarro del pelo mientras desarmo ese prolijo y hasta prepotente rodete negro. La hago agachar brutalmente tironeando de pasión. Su espalda es hermosa, perfecta. Su piel es casi traslúcida, blanca como la nieve. Solo un travieso tatuaje en su costado derecho interrumpe aquella escultura de mármol. Le dejo el corpiño puesto, pero le levanto la minifalda, sus nalgas resplandecen.  Bajo mis pantalones, corro su diminuta ropa interior blanca y...
Un viejo pelado me interrumpe, nos interrumpe, se mete entre nosotros y me la quita, se la lleva, nos corta la inspiración. Un tipo de bigotes de unos sesenta y pico y con cara de milico, el desgraciado corre ruidosamente la silla y me hace volver a la realidad del bar. Trato de incorporarme, me acomodo en la silla y miro en derredor para ver que nadie me estuviera observando. Es allí cuando veo que ella tenía sus claros ojos incrustados en mí. Eran pardos, una rareza, una mezcla extraña de verdes y marrones muy suaves que variaban dependiendo del día, o, quizás, de su estado de ánimo, no lo sé, pero no había dos días en los que tuviera los mismos ojos. Nuestras miradas se cruzan, ella sentada al otro extremo del bar sabe lo que quiero, lo que me consume de deseo, sabe que la preciso, la exijo. Solo con verme nota que ardo de necesidad, que me urge su presencia. Asentí con la cabeza, ella también, se levantó y caminó hacia mí, solo  bastó un gesto para que nos entendiéramos. Sus tacos altos sonaban contra el piso de madera, a la vez que mi corazón se aceleraba, su cuerpo se contorneaba como una tigresa al acecho, sus pechos vibraban a cada paso. Llegó y se paró junto a mí, su perfume dulce y, quizás, algo repugnante inundó la mesa. Feroz, pero todavía una dama, esperó a que yo dé el primer paso.
—Un café con leche, y dos medialunas —Mi voz tembló y seguro me sonrojé, porque un calor abrazó mis mejillas.
—Sí, como no, ya se los traigo —Una corriente helada de indiferencia sobrevoló su respuesta.
—Gracias.
Así como vino… se fue, y yo… continúe poseyéndola en secreto.

1 comentario:

  1. Muy Bueno Mariano, me gusto el cuento.... cuantos alguna vez hemos hecho muchas cosas en neustras mentes con mozas, azafatas, etc jaja. Abrazo capo!

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