Crecencio era sin duda el tipo más
inteligente y experimentado de toda la Redacción del popular diario de tirada nacional
en el cual trabajaba. Hacía cerca de treinta años que trabajaba allí, aprendió
el oficio de quien antes ocupó su lugar, y lo defendía con uñas y dientes. Su
oficina estaba en el subsuelo del edificio, un signo inequívoco de que la
redacción no le daba demasiada importancia al crucigrama diario. En varias
oportunidades intentaron quitarlo directamente, y utilizar ése espacio para
“frases de renovación espiritual” como le llamaron los jefes de marketing, pero
Crecencio opuso tan enfáticamente que los jefes lo mantuvieron en su cargo.
Después de todo costaba muy poco, el sueldo era el mínimo desde hacía
veintiocho años. -En cuanto se enferme o falte un par de días lo sacamos a la
mierda- expresó un alto directivo en varias oportunidades, pero lo cierto era
que Crecencio nunca faltaba, mitad por amor al trabajo, y mitad por no tener otra cosa que hacer. Era
un tipo introvertido, silencioso, soltero y, desde que falleció su madre, solitario
también, un verdadero pelotudo. Pelado, de gruesos y antiguos anteojos
verdosos, vestía invariablemente un arrugado saco y amarillenta camisa blanca.
Siempre acompañado de un andrajoso portafolios marrón de cuero, éste
cincuentón, petiso y encorvado, hacía las delicias de los burlones compañeros
de trabajo, quienes lo apodaban “El Topo”.
-Crescencio es muy inteligente- solía
decir su madre- En el colegio siempre sacaba diez, por eso los compañeritos le
pegaban, le tenían envidia. Ahora trabaja el en diario, y es una persona muy
importante, encargado de sección.- La vieja estaba orgullosa de su hijo, y
perdía ocasión de enrostráselo a las demás veteranas del barrio.
Crecencio utilizaba el método tradicional
para la confección de crucigramas, nada de computadoras con programas que lo
hacen automáticamente ni descargas de Internet, tomaba una cuadrícula en blanco
y la iba llenando. Era impresionante lo amplio de su vocabulario, durante
tantos años en ese trabajo había desarrollado una capacidad increíble para las
palabras, además de una inteligencia fuera de lo normal. Tenía en su mente los
significados de cada palabra, la cantidad de letras y la ortografía perfecta.
Su único compañero de trabajo era un antiguo y manoseado diccionario, con el
lomo ajado y las páginas amarillentas, era el único implemento que habían
accedido a comprarle los miserables dueños de la compañía. Los diccionarios
eran su pasión oculta, se perdía horas enteras navegando por las librerías de
la calle Corrientes, muchas de libros usados, buscando ediciones antiguas. Su
otra atracción era el ajedrez, jugaba desde los ocho años años cuando salió
campeón infantil, todos los sábados y domingos por la tarde se acercaba hasta
Parque Rivadavia, donde jugaba con los viejos del barrio en las mesas con
tablero de la plaza, y de paso examinaba los puestos de libros usados en busca
de algún que otro libro. Pero la
verdadera pasión era su trabajo, muchas veces pasaba horas y horas en busca de
una palabra que combinara con las demás casillas, una particular palabra que
cerrara y completara la danza de letras que era un crucigrama, en la que todo
encajaba a la perfección. Entraba a trabajar a las ocho de la mañana, pero el
trabajo continuaba en su casa la mayoría de las veces. Hasta altas horas de la
noche buscaba en diccionarios y enciclopedias la palabra justa, que cerrara el
círculo perfecto de casillas cuadriculadas. Su trabajo realmente era un arte,
al menos de la manera en que él lo realizaba, a la vieja usanza y manualmente,
un arte muy menospreciado y raramente percibido. A decir verdad, nadie le daba
bola al crucigrama, quizá el de la revista dominical recibía un poco más de
atención, pero el que salía todos los días en la anteúltima página del diario
no era tenido en cuenta por casi nadie. Sabía de unos viejos en Villa Urquiza
que se reunían para resolverlo en la cantina de un club mientras tomaban
Vermut, un cuidador nocturno de una fábrica que lo utilizaba para amenizar las
horas, y la lista terminaba ahí, por eso mismo le llamó enormemente la atención
la llegada de una carta a la redacción del diario a su nombre.
Era de una tal Violeta, de la ciudad de
Navarro.
Estimado
señor CrecencioWilhelm, el motivo de ésta carta es expresarle toda mi gratitud
y agradecimiento por las horas de diversión y entretenimiento que me permiten
sus crucigramas cotidianos.
Tengo
treinta y dos años, vivo sola y gracias a usted tengo unos momentos de
esparcimiento. No quisiera aburrirlo con mis problemas, pero tengo a mi madre
internada desde hace varios años, todos los días cuando voy a visitarla compro
el diario, y sus palabras cruzadas nos hacen compañía. Los resolvemos juntas,
aunque ella está en coma yo le hablo y le consulto sobre cada letra. Espero
sepa disculpar el medio escrito por el cual le envío la presente, no tengo
computadora y no tengo mucha idea de cómo mandar un e-mail, por lo que me
resultó más fácil hacerlo a mano. (Lo cierto era que Crecencio tampoco contaba
con una computadora, ni en el trabajo ni en su departamento, no le encontraba
utilidad)
Soy
una gran admiradora de su sección, y no hay día que no me pierda entre sus
casillas vacías o tropiece con alguna de sus negras.
Desde
ya muchas gracias y disculpe las molestias.
Violeta.
Escrita a mano, en una hermosa letra
cursiva, delicada y precisa, como de maestra de escuela, la carta significó
mucho más que eso para ambos. Para Crecencio fue un nuevo impulso en su
trabajo, y la reafirmación de que su trabajo le hace bien a alguien aparte de a
sí mismo. Para Violeta fue en parte una liberación, hacía años que hacía algo
para ella y no para su madre. Su madre había tenido un accidente cerebro
vascular (A.C.V.) hace cerca de veinte años, y desde entonces estaba en coma,
Violeta tenía diecisiete en ese entonces, y hasta el día de hoy ha vivido
pendiente de su madre. Nunca salió a bailar, nunca tuvo novio, y en todos ésos
años no hizo otra cosa que pensar en su pobre y santa madre. Era una chica muy
bonita, pero muy achacada por la vida. Vestida con lo más cómodo solamente,
alpargatas, pantalones bolsudos, algún sweater, calzones de vieja, ni hablar de
maquillarse, apenas si conocía el lápiz de labios, que una vez al año se ponía,
para el cumpleaños de la vieja. Llevaba el pelo siempre atado, lacio y bastante
largo, sin ocultar en lo más mínimo sus numerosas canas, caminaba media
encorvada, tal vez por el mismo peso de los problemas que cargaba. Vivía sola
en la casa que antes supo compartir con su madre, alcanzaba a pagar los
impuestos limpiando la casa de un par de vecinas conchetas.
Crecencio le devolvió la atención, y por
medio de otra carta manuscrita, contestó y agradeció efusivamente haberse
tomado la molestia de escribirle. Le dio palabras de aliento en su situación
personal y brevemente le comentó de su miserable existencia, intentando que no
sonara tan horrible como en verdad era. Los intercambios epistolares
continuaron por varios meses, como se hizo por cientos de años: esas dos
personas esperaban cada una la respuesta de la otra, que podía tardar entre un
par de días y un mes, dependiendo de la benevolencia del cartero. Sus vidas eran
la una para la otra, y ambas podrían haber sido acopladas encajando
perfectamente. Se enamoraron, las palabras de cada una alegraban la vida del
otro, estas dos personas a la distancia supieron reconfortar y dar sentido a la
vida del otro.
Pasaron un par de años, hasta que
finalmente un diciembre de 2006 Crescencio le envió siempre por correo un
crucigrama personalizado, en el que todas las palabras eran elogios, piropos y
adjetivos benevolentes. Violeta lo resolvió junto con su madre, al momento que
le comunicaba sobre su enamoramiento epistolar. La carta, al final, recitaba
una simple pero concisa invitación. “La
amo. Vivamos juntos.”
La respuesta de Violeta fue por medio de
una escueta y concisa carta, que sólo rezaba lo siguiente.
Acepto.
Me ha hecho usted una mujer feliz por primera vez en la vida, pero debo
advertirle que no puedo abandonar a mi madre. Se encuentra muy enferma de una
mal terminal y debo cuidar de ella hasta sus últimos días. Cuento con espacio
de sobra en mi casa, si gusta podemos aquí, en la hermosa ciudad de Navarro,
afianzar nuestro nido de amor.
Completamente
suya.
Violeta
Crecencio renunció al diario, cuyo espacio
fue reemplazado por la nueva sección “Efemérides” donde un estudiante de
periodismo en pasantía ad honorem buscaba
en Internet y copiaba “Cosas que
ocurrieron en un día como hoy”, puso a la venta su casa en Floresta, que
supo ser de su familia, y se mudó para Navarro.
Al llegar, Violeta lo estaba esperando en
la parada del colectivo, él llevaba dos bolsos solamente, exclusivamente su
ropa y su diccionario, no necesitaría de nada más. Mientras descendía los
escalones del micro, Crecencio pudo ver por primera vez el rostro de la extraña
joven, tenía el cutis por demás pálido, por lo
que sus enormes ojos negros resaltaban por demás. Sus labios eran
carnosos y gruesos parecían flotar en ése nebuloso rostro. Era una mañana clara
y fresca, hacía frío pero el sol se las arreglaba para calentar al menos los
rostros de los enamorados. El trayecto hasta su casa fue por demás incómodo, y
ninguno de los dos emitió palabra. Se miraban de reojo mientras caminaban, pero
ninguno se atrevió a expresar sonido. Cuando pudo la miró de cuerpo entero,
quizás era demasiado flaca, pero exceptuando una postura corporal incorrecta,
no había nada que le quitara la belleza innata. Llegaron a la casa, era
pintoresca, pequeña y vieja, pero cuidada, se notaba la mano de una mujer
dedicada en ella. Dejaron el bolso junto a la puerta, cerraron, y se
arremolinaron en una tormenta de pasión. Besos desenfrenados, dejaron sus ropas
desparramadas en el trayecto hacia la habitación, y se amaron por horas, hasta
que anocheció y el sueño se apoderó de ellos. Durmieron toda la noche,
exhaustos por las tareas amatorias de la víspera.
Al despertar, una nota sobre la mesa de
luz le explico que su acompañante, y desde ése momento su concubina, había
partido al hospital a visitar a su madre. “Le
dejé el desayuno en la cocina amor mío”, finalizaba la nota. Crecencio se
levantó, y desayuno con una imborrable sonrisa, no podía creer su propia
felicidad, la cual no había experimentado jamás en su vida. Hacía años que no
tenía sexo y, por lo que recordaba, el de esa noche había sido algo
espectacular. Había hecho el amor por horas, con una mujer que además de ser
virgen, era veinte años menor que él. Comió las tostadas con manteca, y bebió
el café con leche. Salió a conocer la ciudad y a buscar trabajo, en el
periódico local lo contrataron al instante, con su experiencia en el más
importante diario nacional no le fue difícil. Su tarea, aparte de la del
crucigrama que explícitamente pidió, era la de una editorial semanal de mil
palabras, no era su campo, pero tampoco nada demasiado complicado. El sueldo no
era espectacular pero bastaría para una modesta jubilación.
Regresó feliz a su casa, mirando las copas
de los árboles, oyendo el canto de los pájaros, y respirando aire puro, todas
esas cosas imposibles de lograr en la capital federal, con la satisfacción de
una tarea bien realizada, ése nuevo empleo significaba el comienzo de una vida
nueva y mejor. Al ingresar a su nueva morada, se encontró con Violeta, su amada
futura esposa, sentada en la mesa del comedor, con los ojos enrojecidos por
haber llorado. No alcanzó Crecencio a cerrar la puerta que la joven se arrojó a
sus brazos, él esperaba una romántica bienvenida, pero recibió insultos, golpes
y cachetadas que hicieron volar sus anteojos hasta debajo de un aparador.
-¡Estúpido, hijo de puta, desgraciado!-
Violeta estaba encolerizada, se abalanzó sobre él con furia desmedida. Le
rasguñó la cara en la mejilla derecha, e intentó tirar de su pelo.
- Pero mi amor… ¿Qué pasa, porqué estás
así? Quería contarte que conseguí trabajo, en el periódico local.-
-Mamá murió, ayer, mientras nosotros
estábamos haciendo esas cosas en la pieza, esas cosas chanchas, ella me esperó
y yo no aparecí. Tal vez pensó que me había pasado, quizá se sintió abandonada,
o tal vez simplemente le había llegado su hora, pero yo a ésa hora debí estar
allí. ¿No entiende? Se fue exactamente a la hora en la que yo voy todos los
días. Cuando fui hoy me estaban esperando las enfermeras, querían que la viera
antes de moverla. Tenía el diario en sus manos, en la anteúltima página, en la
cual sus crucigramas fueron reemplazados por unas miserables efemérides. Fue
culpa mía en realidad, no suya, culpa mía por haberme enamorado de un idiota
como usted, si jamás nos hubiéramos conocido, mamita estaría todavía conmigo.
En el diario que la vieja tenía en sus manos, alcanzó a escribir en uno de los
márgenes con lapicera “Me dejaste sin palabras cruzadas”. Váyase, no quiero
verlo nunca más.- De un empujón lo sacó fuera de su casa, y le cerró la puerta
en la cara.
Crecencio supo en ése preciso momento que
su vida había terminado. Hubiera preferido no haber salido nunca de ése oscuro
sótano y no haber conocido jamás el amor, porque es peor amar y perder, que
jamás haber amado. El pobre viejo no sabía qué decir, se había quedado sin
adjetivos, sin sinónimos, sin antónimos ni verbos. Ya no tenía apócopes,
conjunciones ni adverbios, que pudieran explicar el vacío que tenía dentro, no
era tristeza, no era enojo ni nostalgia, era simplemente la ausencia de vida en
su interior.
Esa noche no durmió, la pasó en un bar
tomando ginebra. A la mañana siguiente fue a ver a Violeta, con la esperanza de
que ya se hubieran calmado las aguas. Cuando ella abrió la puerta el alma de
Crescencio se llenó de esperanzas, las cuales desaparecieron al ver que
solamente lo hizo para sacar los bolsos que aún permanecían intactos desde el
momento en que llegó. Caminó hasta la terminal de ómnibus, y compró el primer
boleto a la capital. Mientras esperaba el colectivo sentado en un banco
público, revisó sus maletas en busca de su único afecto incondicional, el único
que jamás lo había abandonado. No era como su madre que falleció cuando él era
niño, ni como su padre que huyó con otra mujer, ni como el perro de su infancia
desaparecido un año nuevo, su amado diccionario era fiel. No estaba. Revisó el
otro bolso, tampoco. Los abrió y vació su contenido íntegro en el piso, buscó
desenfrenadamente desparramando ropa por doquier. No estaba el diccionario. Su
único compañero inseparable había dejado de serlo. Con la vista perdida en la
única y diminuta nube del cielo, caminó hasta la playa de estacionamiento, y
mientras llegaba un enorme micro de dos pisos, se arrojó a su paso, mientras
susurraba para sí mismo:
-Que crueles las mujeres, que con el sólo
encanto de su belleza pueden dejarnos sin palabras, pero que inevitablemente
con el correr del tiempo nos quitan la decisión, la última palabra.-